Neopopulismo postfactual

Pablo Iglesias tuvo hace poco un inusual momento de sinceridad al defender el populismo como fórmula para conquistar el poder. Establecía así un nexo –hay que suponer que inadvertido— entre su discurso y el de Donald Trump, que ha entrado en una estadio de paroxismo terminal.

Para Iglesias se trata del populismo ‘bueno’ inspirado por el filósofo postmarxista Ernesto Laclau: un llamamiento a las masas heterogéneas unidas solo en el abandono por parte de la democracia liberal y las élites dirigentes. Una reinvención, en definitiva, del activismo de izquierda que contrasta con el auge de la derecha nacionalista, aislacionista y excluyente.

Seguro que Trump, epígono de ese populismo ‘malo’, nunca ha oído hablar de Laclau. Y probablemente tampoco Theresa May, Marine Le Pen o los ultranacionalistas de Alemania, Polonia y Hungría. Pero todos ellos –Igual que Podemos—confluyen en asaltar el modelo demoliberal dominante en Europa y América desde 1945.

El neopopulismo trasciende de calificadores como nacionalismo o xenofobia; ultraizquierdismo anticapitalista o conservadurismo esencialista. No es una ideología sino una estrategia. Se arroga la voz del pueblo –la gente— frente al establishment, y las élites, pero sustituye la vieja dialéctica izquierda-derecha por una nueva lógica híbrida: ‘los de arriba’ frente a ‘los de abajo’; los beneficiados por la globalización frente a sus damnificados.

Nos hallamos en una nueva era: la de la política postfactual. El concepto cívico de ciudadanía se ha transformado en el mediático de ‘audiencia’. La confrontación de ideas ha dado paso al enfrentamiento de emociones. Y todo se dirime en el plató de un gran reality show en el que el infotainment (contracción de información y entretenimiento) y el tertulianismo de bandería han sustituido a la información, el análisis y la crítica en los medios masivos.

Los humanos somos cognitivamente proclives a entender el mundo a través de historias. El marketing desarrolló hace años el ‘storytelling’ (literalmente ‘contar historias’) para generar empatía con marcas y productos. Su traducción a la política actual es el relato, material con que se construyen los ‘marcos’ (frames) diseñados para conectar emocionalmente.

El relato se dirige a los corazones (la emoción) más que las mentes (la razón). Se fundamenta en la simplificación de la complejidad, en ofrecer respuestas que ‘seduzcan’ en lugar de la cartesiana pero más aburrida práctica de ‘convencer’.

El relato puede apelar a lo mejor del espíritu humano, como el Yes We Can de Barack Obama. Pero también puede incitar a lo peor. Sin freno moral alguno, Donald Trump ha dado cohesión a los prejuicios y la ignorancia subyacente de millones de americanos blancos empobrecidos; les ha convencido de que su enemigo es la gente aún más pobre de tez oscura y establishment. Independientemente de quien gane las elecciones, ese resentimiento ya ha causado cambios profundos y duraderos en la fibra institucional, moral y humana de EEUU.

Como casi todo en América el trumpismo es la talla XXL de lo postfactual y la muestra más evidente de sus peligros: la fractura de la convivencia; el aislacionismo; la involución de los derechos humanos, de la defensa del medio ambiente y del multilateralismo. Y el riesgo de repetir la historia dando el poder a un demente amoral.

En este lado del Atlántico, otra creación postfactual, el Brexit, continúa arrumbando al Reino Unido hacia lo desconocido. Theresa May y su equipo revivieron en el reciente congreso tory el espíritu del ‘jingoísmo’ –el nacionalismo desafiante del S. XIX—con un lenguaje inédito en la política inglesa desde el auge de los fascistas de Oswald Mosley en el periodo de entreguerras.

May se ha propuesto transformar al Partido Conservador en lo que Rafael Ramos, veterano corresponsal de La Vanguardia en Londres, llamó atinadamente el Partido Nacional Populista para cooptar a quienes sedujo la retórica del UKIP.

El Britain First (Gran Bretaña Primero) de los neonacionalistas ingleses, el Let’s Make America Great Again (Hagamos grande a América otra vez) de Trump y el Retrouvons notre Indépendance (Recobremos nuestra Independencia) del Frente Nacional francés encapsulan la simplificación argumental que mejor funciona sobre las masas cabreadas.

Sus relatos son notoriamente similares: nostalgia de un pasado mejor; exaltación de lo nacional frente a lo foráneo; la hostilidad hacia los extranjeros; el rechazo a la globalización y sus instrumentos (la UE, el FMI, los tratados comerciales…), y la inculpación de las élites.

La última vez que el populismo y el nacionalismo desbordaron los cauces institucionales dieron lugar a la era más mortífera conocida por la humanidad entre 1914 y 1945. Su resurgimiento –particularmente el mazazo inesperado del Brexit—ha logrado, por fin, que suenen las alarmas en los centros de poder.

En la última reunión anual del FMI, su directora ejecutiva, Christine Lagarde, y el superministro alemán de finanzas, Wolfgang Schauble, hablaron en términos inusualmente claros sobre la necesidad de que la globalización sea »inclusiva, beneficie a todos y preste atención a quienes deja fuera», algo que un creciente coro de académicos lleva años diciendo.

El economista turco y catedrático de Harvard Dani Rodrik, que investiga los efectos de la globalización sobre la democracia, demuestra que existe una correlación entre las deslocalizaciones y la elección de congresistas cada vez más derechistas que han convertido el legislativo norteamericano en un escenario permanente de conflicto.

La ‘hiperglobalización’ –dice Rodrik– ha puesto la democracia »al servicio de la economía global» y ha exigido a nuestras sociedades »someterse a los deseos de los mercados».

El reto de la política institucional es ‘recuperar el control’, pero no en el sentido en que los impulsores del Brexit dieron a la frase sino en el de establecer mecanismos supranacionales efectivos que limiten los abusos, repartan los beneficios y protejan a los más perjudicados por la globalización.

Hillary Clinton, forzada por el populismo de izquierdas de Bernie Sanders, no ha tenido más remedio que prometer una nueva versión de la ley Glass-Steagal, promulgada durante la Gran Depresión, que separaba la banca comercial de la de inversión. Su abolición en 1999 –irónicamente durante el mandato de su marido Bill— se considera uno de los factores coadyuvantes del crack financiero de 2007.

Ni siquiera el denostado establishment niega ya que la desigualdad y la percepción de que el sistema está amañado son los virus que pueden destruir el modelo demoliberal. La paradoja, como demuestra la historia, es que reconocer los síntomas no garantiza abordar la enfermedad.

Mientras tanto, el populismo en todas su variantes se propaga porque promete a los descreídos, a los damnificados, y a los indignados lo que la política tradicional ya no logra ofrecer: esperanza, consuelo… y un poco de justicia popular.

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