Muerte por deuda
La burbuja inmobiliaria vía expansión del crédito que desencadenó la gran crisis financiera hace diez años, no puede entenderse sin las políticas de dinero fácil de la Reserva Federal y otros bancos centrales. En suma, el dinero barato unido a una relajación en la regulación y supervisión bancaria permitió una acumulación insostenible de riesgos en los balances de los bancos, que acabó por colapsar en forma de pánico.
Los bancos centrales y el Tesoro público, en los Estados Unidos (EEUU) y en otros países, salvaban la pelota de partido en un primer momento evitando el escenario de colapso total. Los bancos centrales inyectaron liquidez a corto plazo para estabilizar el sistema financiero en un momento en donde el crédito, el corriente sanguino de la economía, simplemente, dejó de bombear.
A estas inyecciones de liquidez se sumaron medidas de capital o “bail out”, es decir, se recapitalizaban las entidades a costa del contribuyente o de los accionistas, bonistas y, en última instancia, impositores (en cierta medida, se nos rescató a todos). Sea como fuere, esta era la consecuencia lógica de un sistema bancario que financia sus activos a largo plazo con pasivos a muy corto plazo, o muy, muy corto plazo (el estrechamiento de márgenes de intermediación favoreció un descalce de plazos cada vez mayor) y que necesita operar con una red de seguridad, banco central, que actúe como prestamista de última instancia.
Unos incentivos perversos para el conjunto del sistema donde hoy, como ayer, se obliga a los bancos, convertidos en mera cadena de transmisión de la política monetaria, a gestionar el riesgo sin margen de intermediación. Pero volvamos la mirada de nuevo a 2008. Parte fundamental de por qué este último ciclo expansivo ha sido tan débil y desigual lo encontramos en el fallido e incompleto diagnóstico de entonces. Básicamente se infravaloró el papel de los incentivos en los que operan los agentes financieros, y muy especialmente del avieso escenario resultante del intervencionismo estatal en el mercado hipotecario estadounidense y el derivado de la propia arquitectura del sistema y de la política monetaria, y se sobrevaloraron los componentes psicológicos y coyunturales.
Es por eso que, pese algunos cambios menores en la regulación, y la fuer-te recapitalización de los bancos, el sector financiero ha seguido funcionando “business as usual”. Se culpó al capitalismo de una crisis en la que la lógica de mercado precisamente brilló por su ausencia, lo que además ha alimentado todo tipo de populismos que hoy dificultan todavía más la implementación de remedios sensatos para un crecimiento racional
Una vez estabilizado el sistema a fina-les de 2011, hubiera tocado normalizar de nuevo la política monetaria (a partir de diciembre de 2012, todos los cálculos de la regla de Taylor –con todas sus imprecisiones– apuntaban en esta dirección precisamente para evitar los errores cometidos durante la década de los 2000. Sin embargo, se optó por la opción más fácil y políticamente menos costosa: la política monetaria expansiva. Incluyó la compra directa de bonos, forzando un consumo a corto plazo y una reactivación de la inversión sobre un sector económico que todavía tenía pendiente sanear balances.
La crisis de 2008 no solo era de liquidez y cíclica, sino que era principalmente de solvencia con un fuerte componente estructural: es el propio sistema por su diseño que hace que el sistema bancario tienda a la iliquidez, y que el sistema monetario tienda hacia la inflación. El resultado es un pernicioso bucle de inestabilidad financiera, deuda y más inflación (impresión de moneda) que erosiona los salarios reales e imposibilita de facto el ahorro. Y así, hasta el día de hoy.
El síntoma más claro de todo lo anterior es la enorme y creciente deuda. La economía global ha añadido a su balance 60 billones (tres veces el PIB de EEUU) de deuda en estos últimos diez años. Una deuda turbo alimentada de nuevo por unas políticas de dinero fácil que favorecen el consumo a corto plazo –aunque este sea a costa de es-tirar constantemente más el brazo que la manga–, en detrimento del ahorro a largo plazo.
Esta política monetaria expansiva tuvo también el pernicioso efecto de encarecer el coste de las reformas, desincentivando cambios estructurales que devolviesen la solvencia y competitividad perdida a las economías y que hubieran permitido un crecimiento sano, y no a costa de nuevos desequilibrios macro, en este caso haciendo un roto a las cuentas públicas.
España es un perfecto ejemplo de lo anterior: añadió a la deuda nacional 688.000 millones de euros, 240 millones al día para el periodo 2010-18. Una pesada mochila que, sin un plan eco-nómico de reformas procompetitividad y procrecimiento, encaminada a la necesaria recapitalización de los agentes económicos ha dado lugar a un escenario de “estancamiento secular” (Summers dixit): una combinación de contención de los salarios reales mientras el precio de todo tipo de activos reales y financieros se vuelve a inflar sobre una base tremendamente frágil; un escenario, que con sus particularidades y en diferentes intensidades, es común a muchas otras economías de nuestros entorno, incluidos los Estados Unidos.
A esta situación de empantanamiento de las economías desarrolladas, hay que sumar la deuda de los emergentes. Aquí la historia es algo diferente pero muy similar en lo fundamental: las condiciones de gran laxitud monetaria por parte del grueso de los bancos centrales han facilitado el endeudamiento del grueso de economías emergentes, también de China (que debería analizarse como un caso aparte), lo que no únicamente ha debilitado la posición financiera y haciéndoles en muchos casos tremendamente vulnerables a un hipotético (e inevitable en el largo plazo) endurecimiento de las condiciones crediticias. Sirva la crisis de la lira turca a modo de ejemplo.
En 2008 no se afronto la crisis, no se atacó sus causas últimas que hunden sus raíces en el propio diseño del sistema. Nos limitamos simplemente a enterrar los problemas con deuda y posponer los remedios reales para una próxima crisis (numerosos analistas ya empiezan a señalar sus síntomas). Será la muerte por deuda.
Siguen pendiente reformas que refuercen los principios que hacen posible que la gente decida poner su ahorro, capital, y talento al servicio de la innovación, la generación de riqueza y empleo. Ello pasa por reforzar los derechos de propiedad, los principios del “rule of law”, y una economía que sea libre y abierta, así como por reforzar las virtudes que hacen posible la vida en libertad y democracia: la responsabilidad, el trabajo, el esfuerzo, el ahorro, el escrupuloso cumplimiento de normas y contratos o el respeto a la propiedad (tanto pública como privada).
Todos ellos, aspectos que desgraciadamente siguen fuera de plano para el grueso de opciones políticas y el votante medio mientras volvemos a estar todos endeudados.