Muerte en Niza, lecciones de Amsterdam
La matanza de Niza ha conmocionado otra vez Europa. Se buscan las causas del acto terrorista y se comprueba lo que más se teme: son actos indiscriminados, como ya ha pasado en París, en Bruselas o en Orlando, que repiten un patrón similar.
Son jóvenes, que suelen vivir en un «limbo», ni se sienten partícipes de sus sociedades de acogida –Occidente—ni tienen mucho que ver con los países de origen, sea de ellos mismos o de sus familiares directos. Al terrorista de Niza, Lahouaiej Bouhle, le pasó algo en su cabeza. Un ‘clic’ le despertó en las últimas semanas, y le hizo interesarse por el ISIS, el Estado Islámico, gracias al enorme proselitismo de los radicales islámicos a través de Internet.
El problema vuelve a ser el mismo: no tiene nada que ver la religión, aseguran los políticos una y otra vez. Esa reacción es lógica, porque en Occidente viven millones de musulmanes, y se podría llegar a una guerra de religiones con consecuencias nefastas en el seno de cada estado. Pero el Islam, convenientemente aderezado por ese grupo radicalizado, que pretende conquistar territorios –parte de Irak, Siria—lleva en su seno un enorme problema: una idea omnicomprensiva del mundo, en el que no hay diferencias entre creencias personales y actuaciones civiles.
Por eso lo que ha ocurrido en Niza es tan terrible. Nadie está a salvo, porque hay muchos individuos, que, sin estar asociados directamente a un grupo islámico radical, ni a una banda terrorista, pueden de la noche a la mañana conducir un camión contra una multitud, o liarse a disparos en una discoteca.
El patrón lo marcó Mohammed Bouyeri, un holandés, de origen marroquí, de 26 años, que asesinó al cineasta holandés Theo van Gogh en noviembre de 2004. El ensayista Ian Buruma lo analizó de forma magistral en Asesinato en Amsterdam (Debate), un libro que cobra ahora toda su vigencia, porque con sumo cuidado Buruma trata de no hablar en nombre de nadie, con la única intención de explicarse él mismo el asesinato.
Bouyeri, de familia modesta, disfrutó de todo lo que ha podido hacer Holanda por los colectivos de inmigrantes. Es, tal vez, el país más progresista del mundo al entender que debía ofrecer facilidades para lograr una sociedad multicultural. Y Bouyeri, que hablaba holandés, como su lengua habitual –el árabe apenas lo conocía—no tenía un problema especial con la sociedad holandesa. Sin embargo, después de varias circunstancias personales adversas –dos entrevistas de trabajo que acaban en nada–, la percepción de que no acaba de encajar, se acaba integrando en un grupo de extremistas islamistas que tenían, como uno de sus grandes pasatiempos, ver vídeos procedentes de Oriente Medio, con ejecuciones de apóstatas y heréticos en países en los que se había implantado la sharia.
La gran enemiga de Bouyeri era la entonces diputada holandesa, de origen somalí, Ayaan Hirsi Ali, guionista en la película de Van Gogh, Submission, en la que se ofrece una crítica contundente al Islam. En el libro de Buruma se analizan todos los pasos, también la posición radical de Hirsi Ali, que defiende una Ilustración en toda regla para el Islam, y una actitud menos contemplativa por parte de Occidente.
Y se describe el juicio de Bouyeri, que ausente en todo momento, se limita a asegurar que lo volvería a hacer, que remataría, de nuevo, a Van Gogh, a quien degolló y le clavó un puñal en el pecho en plena calle.
Los gobernantes de Occidente, especialmente ahora los de los países europeos, tienen delante un enorme reto: el peligro está en Internet, en la propaganda de radicales, sí, pero que defienden una religión determinada que lleva siglos ensimismada, con una guerra interna entre chiítas y sunitas, y que no valora nada de lo que las sociedades occidentales laicas han alcanzando.
El resto de ciudadanos, todos nosotros, deberemos también asumir que el ‘clic’ en las cabezas de muchos jóvenes sin identidad de origen musulmán puede ocurrir en cualquier momento. Y el peligro es caer en una histeria colectiva.