Muerte en Granada
A los españoles, por mucho que digamos lo contrario, nos gustan los partidos ordenados, sin ruido interno ni debates públicos y los partidos que no sigan ese esquema están condenados a morir políticamente
Los ciudadanos españoles somos una especie sensible y compleja. Sensible porque cualquier cambio político afecta sobremanera a nuestra morfología, y compleja porque es necesario un microscopio de muchos aumentos para detectar las constantes metamorfosis que sufrimos.
Somos perfectamente capaces, de hecho nos divierte, decir una cosa en las encuestas ante una pregunta teórica planteada desde el punto de vista de los principios y reaccionar de forma absolutamente contraria cuando esos principios se ponen en acción de forma concreta en acciones políticas tangibles. Y voy a ponerles un ejemplo.
En cualquier encuesta que se precie, cuando se nos plantea el modelo de partido y de relaciones de poder dentro de los mismos, decimos sin vacilación alguna que nuestro modelo ideal es aquel en el que la libertad de los miembros sea máxima, un modelo horizontal de relaciones en las que el representante electo, independientemente de los designios del partido, actúe de forma autónoma. Un modelo sin aparatos partidarios en los que diputados, senadores, presidentes autonómicos y alcaldes y concejales ejerciten su labor de forma libérrima e incluso enfrentada a los intereses de sus siglas partidarias.
Un modelo de partido abierto, de debate interno intenso, de contraposición libre de opiniones, de poco debate cerrado y mucho debate abierto, y a ser posible con los medios de comunicación como testigo, y si es con televisión en directo, mucho mejor.
Curiosamente, a pesar de estos nobles deseos expresados de forma constante en encuestas y sondeos de toda índole, cuando llega la hora de votar, lo que realmente premiamos son los partidos sin ruido interno, con cierta coherencia territorial e ideológica y sobre todo, lo más verticales y previsibles posibles.
Y esto es precisamente lo que ha dejado de ser Cs, un partido previsible, ordenado y con una cadena de mando clara, para convertirse en una versión colorida y festivalera del ejército de Pancho Villa, un partido que no puede ni siquiera obligar a que un alcalde elegido bajo sus siglas, como es el caso de Luis Salvador en Granada, mantenga su disciplina y su propia palabra.
Una muerte anunciada desde Murcia
Los bochornosos hechos de Granada, son tras el “murcianazo” y los resultados electorales en la Comunidad de Madrid, la partida de defunción del partido fundado por Albert Rivera y el enterramiento definitivo de su actual presidenta, la caótica e imprevisible Inés Arrimadas, una política que un día presenta una moción de censura en Murcia contra el PP, y 3 meses después en pleno brote lisérgico exige al mismo PP que presente otra en el congreso de los diputados contra el PSOE, partido al que no se ha cansado de apoyar en el parlamento.
En Granada muere Ciudadanos, un partido que pudo llegar a convertirse en una alternativa de gobierno a los dos grandes partidos y que ahora solo puede aspirar a que el Partido Popular tenga a bien darles un entierro digno, y muere víctima tanto de de sus errores fundacionales como de un monumental desconocimiento de la praxis real de la política española, un país en el que a pesar de las cosas que podamos decir en las encuestas, tenemos claro que no nos gusta ni la improvisación, ni la incoherencia, ni sobre todo, el desorden.