Miguel Torres: fraude y estafa in vino veritas
Se abre el fraude de Torres. Sus tretas enológicas y sus cuentas cifradas quedan al descubierto. El principal productor de vinos de España está acusado de evasión fiscal, de desviación de subvenciones de la UE y de irregularidades en el etiquetado. Y, mientras la Fiscalía investiga, la imagen de marca de las bodegas estimula dudas muy razonables: ¿Es de ley el rotundo Mas la Plana de Torres? ¿Envejecen de forma natural las barricas de Milmanda, la fortaleza rodeada de madreselva y situada a tiro de piedra del Monasterio de Poblet? ¿Es de Rueda el verdejo de Torres? Al margen de estas preguntas, otros sellos de la misma bodega, como los brandys de Torres y su blanco Viña Sol, son directamente acusados de fraude en una denuncia presentada por la empresa San Jorge, distribuidora de Torres en Latinoamérica y presidida por Adma Inchausti.
Miguel Torres, presidente de las bodegas e hijo del pionero Miguel Torres Carbó, posee dos mil hectáreas de viña en toda España. Su litigio con los distribuidores no es nuevo. Pero, en esta ocasión, el juzgado 29 de Barcelona ha admitido a trámite la demanda destapando la caja de los truenos. En los mercados de competencia feroz, las medias verdades acaban pasando por rotundas mentiras. Bodegas Torres, con presencia en 150 países, “presentaba ante el ministerio de Agricultura facturas de empresas fantasma para recibir los fondos europeos OCM (Organización Común del Mercado) que subvencionan las acciones de marketing y promoción del vino español en el exterior”, según la denuncia que ha motivado la apertura de diligencias judiciales.
Torres Carbó fue el gran pionero de la exportación española cuando todavía se vivían los restos autárquicos. Vendía con su propias manos, como los antiguos corredores de vetes i fils. Descendía de los aviones con cartografía de su puño y letra, desconfiaba de los planes comerciales del Icex y llevaba siempre un par de botellas en la cartera de mano para obsequiar a mandatarios o prescriptores. El saber geográfico del planeta estaba de su parte y donde él lo dejó, su hijo Miguel Torres ha levantado el muro de la frialdad que acompaña a la logística. Hoy, las denominaciones de Torres superan los lindes: Penedés, Costers de Segre, Rueda, Jerez o en Rioja, por no hablar de Chile o del valle del Sonora, en California. Pero, más allá del éxito, sus taninos confunden. Los enólogos de la empresa bodeguera alimentan el cinismo de los ilustrados que engrandecen la marca a cambio de prebendas.
Según su denunciante, Torres utilizó una trama empresarial internacional para defraudar fondos europeos. El productor catalán presentó facturas de empresas fantasma en Estados Unidos como Provintra o Promotora de Mercadotecnia para justificar las ayudas. Con las facturas de campañas de marketing publicidad presuntamente inexistentes, Torres cobraba las subvenciones en su cuenta del Banco Santander en España. De allí, a Estados Unidos (Citibank) y finalmente un último salto con destino a Bahamas, el paraíso perfecto de las grandes compañías de bebidas, como Bacardí, Ricard, la antigua Martini o los brandys de Torres. Bahamas ha sido en las últimas décadas el patio de operaciones financieras de la llamada guerra de la copa, un mano a mano entre Bacardí y Habana Club, el ron de los gusanos frente al de los barbudos.
Vender es un juego de palabras pero, cuando el marketing puede más que el contenido, la estética roza el umbral de la nausea. Lo saben bien el bodeguero Miguel y su abogado, Cristóbal Martell, la toga más ubicua de España. Miguel Torres, miembro del selectivo Vinum Familiae (junto a los Vega Sicilia, Müller o Rothschild) es uno de los pocos ciudadanos capaces de considerarse dueño del entramado institucional de su país (dado su voltaje tributario). La industria de las leyes (Voltaire llamó a los abogados “los jardineros del pueblo”) ha perfeccionado una forma indolora de practicar la pena de telediario. La imagen de una gran marca es un termómetro del riesgo-país, especialmente en Catalunya, una nación de olfatos altivos y almas acorazadas. La etiqueta lo aguanta todo, pero el paladar no engaña.