Miedo y fractura en Catalunya

Les voy a hacer una confesión. Desde hace meses, gente demasiado cercana me pide que deje de escribir esta columna. Me preguntan si no tengo miedo a los insultos o a algunos ataques virulentos en Twitter. Algunos reflexionan en voz alta si vale la pena seguir expresando mi opinión libremente o si es mejor, como más de uno hace, dejar en la intimidad las opiniones. A su vez, critican, eso sí, en voz baja, la fractura donde nos ha llevado Mas y sus delirios.

No voy a engañar a nadie que lea mi columna: son más de dos años haciendo lo que me encanta, provocar. Pienso que una columna aburrida, monótona, explicando lo listo que soy, no es una columna. Una columna debe ser debate, provocación, hacer pensar, y expresar lo que uno piensa. Una columna también son historias vividas. Así recuerdo mi estancia en el año 1993 en Panamá, unos años después de la invasión americana, con decenas kilos de menos y un aspecto más robusto. A la vuelta de una cena con unos empresarios locales, vimos unas luces en medio de la carretera y nos paró un control paramilitar. Ellos, supongo acostumbrados, sacaron su documentación. Yo, sentado en la parte posterior, más joven e inexperto en estos temas, pregunté. La respuesta de un tipo vestido de civil fue una metralleta apuntándome a la cabeza.

Un par de días más tarde pensé en dar un paseo a uno de esos barrios castigados por la guerra. Mi hotel era un oscuro lugar donde los marines se dedicaban a labores menos ingratas que ir pegando tiros. Creo no hace falta entrar en detalles. Era un lugar donde las recepcionistas susurraban a mi paso en español pensando que no entendía nada. Yo con el pelo cortado casi al cero, gafas de sol oscuras, músculo sobresaliendo por debajo de la camiseta de una universidad americana –no como ahora donde los músculos no los encuentro escondidos entre kilos de placer acumulado– casi 190 cmts, y más blanco que la leche de esas chocolatinas suizas.

Apenas caminé unos cientos de metros cuando el director del hotel, que sí me conocía, vino en mi búsqueda. Con unos gestos rápidos me hizo regresar al Hotel y me hizo ver que ni un pinta marine –por mucha película que viera– debía pasear sólo por unas calles así. Simplemente unos tíos menos musculosos, pero más numerosos que yo, me estaban siguiendo disimuladamente. Allí acabó mi aventura con el riesgo.

Duré poco más en Panamá y quien viaje conmigo sabe que desde entonces soy un obseso de la seguridad. Huyo de los países conflictivos y evito cualquier situación de riesgo. Vamos, que lo de héroe no va conmigo. Mi única arma, como debe ser, es la palabra. Al final, los miedos los provocas tú mismo participando en situaciones conflictivas. A quien me dice que deje de escribir, les recuerdo que no hacerlo sería tener miedo, y eso es lo que quieren algunos.

Por suerte, esta senda se va ampliando. Vemos estos días que mucha gente empieza a opinar sobre el tema independentista. Ya saben que respeto una y otra opinión mientras se sustente en la palabra. Esconderse o hablar en círculos reducidos es aceptar que el miedo se ha apoderado de ti. Y una sociedad que tiene miedo es una sociedad sin futuro. Por suerte, hace años que no voy. Panamá ha cambiado. La guerra quedó lejos, pero aún hay miles de lugares en el mundo donde uno puede pasar miedo. Quizás no por guerras, que también las hay, sino por otras causas. A pesar de algunos, Catalunya no está en mi lista.

Ahora, que se ha puesto tristemente de moda las Filipinas, recuerdo mi viaje fugaz –una noche– el año pasado por allí. Mi primera imagen, un aeropuerto donde una vez que sales no puedes volver a entrar sin pasar un control armado. Ya en la ciudad, unas calles donde en cada paso notabas la presencia de un arma vigilando tu tranquilidad. Demasiadas facilidades para convertirte en héroe. Como un flashback a lo Lost recordé entonces mi viaje 20 años atrás a Panamá.

Vivir, que no sumar días, me ha permitido disfrutar y valorar cada momento. Con errores y con aciertos, pero siempre con una idea detrás. Viajar siempre es un placer. Un buen momento para conocer y entender historias cercanas o lejanas, pero nunca para explicar tu vida. Esa base no la tienen en mente nuestros políticos, como el supuestamente President Artur Mas, que quizás olvidaron ese concepto al viajar a costa del erario público. Dedican nuestro dinero no a escuchar a la gente sino a explicar sus delirios en lugares donde, sin duda, le ignoran.

La verdad dentro de la legitimidad del pensamiento libre. Algunos olvidan que están donde están para gobernar a todos, no para masturbar sus ideas a costa del dinero de todos. Quizás los Mas, los Homs, los Collell, deberían aprender que el miedo no se trasmite por sus palabras, sus sueños, o sus melancolías nefríticas. Ellos han fraccionado una sociedad y quizás sí merezcan que entre todos les paguemos un buen viaje para que de una vez diferencien el miedo del resto de las cosas.

Yo les aseguro que tengo una lista de países donde seguro que son bienvenidos. Países donde, sin el soporte de su cohorte de mercenarios, entenderán de una vez porque a su pesar para muchos catalanes la vida, escribir, criticar o provocar, sigue siendo un placer.