Mi amigo «cupaire»

Un amigo mío que es empresario, aunque él se define a sí mismo como emprendedor, antes del 27S, me dijo que votaría a la CUP. Me quedé boquiabierto, especialmente porque ese día iba trajeado y calculé que el traje debía costar unos 1.200 euros, por lo menos. «¿Te has vuelto anticapitalista?», le pregunté, puesto que por su estilo de vida, de gente bien, y por su modo de pensar, este amigo mío, al que quiero porque somos amigos desde la infancia, no parece que pudiera optar por un partido así. «No, qué va» -me respondió-, «pero ellos son la garantía de que Junts pel Sí y Artur Mas no nos fallarán. Quedé estupefacto.

Mi amigo me considera de izquierdas. Porque, aún siendo yo partidario del libre mercado, que parece ser un pecado mortal entre los marxistas anticapitalistas a los que él votó, defiendo con pasión la economía sostenible, los servicios públicos (en primer lugar la enseñanza y la sanidad), la desburocratización de la administración, el laicismo, los matrimonios gais, la igualdad de género, el derecho al aborto y a la eutanasia, la república, la economía social y cooperativa, la interculturalidad, la jornada de 35 horas, la dación en pago o utilizar los referendos para tomar las decisiones importantes y propiciar la participación ciudadana. Porque me siento progresista, en su día voté contra la OTAN. Porque era —y sigo siendo— pacifista y creo en la cultura de paz. No he justificado jamás el terrorismo, ni antes ni después del asesinato de Ernest Lluch, y también es por eso que asistí a las manifestaciones contra la guerra de Irak. Y porque creo en la virtud pública abominé del rescate fraudulento a los bancos y me parecen delictivas e inmorales las estafas hipotecarias bancarias, de la misma manera que rechacé, por antidemocráticos, los escraches que montaba Ada Colau.

Mi amigo se ríe cuando repasamos juntos nuestros principios y le digo que su liberalismo es conservador, aunque incluso una vez llegó a votar a Herri Batasuna en unas elecciones europeas, y opuesto al mío, que es muy parecido al que defiende un partido holandés, aquí poco conocido, que responde a las siglas D66. Él se considera de derechas. Me atrevo a confirmarlo porque, además, flirtea con los del Opus Dei, lo que me parece un atraso.

Entiendo lo que representa la religión para mucha gente, y defiendo que pueda tener un rol en la vida pública, pero soy tan rematadamente laicista que rechazo de plano el relativismo multiculturalista que defiende que las mujeres musulmanas vivan según los preceptos religiosos del Islam y sigan siendo invisibles y que, en cambio, condena con estruendo la separación por sexos en las escuelas religiosas, lo que a mi también me parece muy mal. Defiendo que Palestina pueda ser un Estado viable del mismo modo que defiendo la existencia de Israel. El antisemitismo que permanentemente constato entre los de la CUP me parece ridículo e injusto.

Fue por eso que no entendí, de entrada, por qué mi amigo había decidido votar a la CUP. Me lo explicó tomando un café y un croissant en una de esas cafeterías que pagas 6 euros por algo que en otras hubiésemos abonado como máximo 2 euros. Mi amigo tiene el paladar fino y le gusta el olor a colonia cara, qué le vamos a hacer. Allí sentados me explicó su teoría. El 27S no elegiremos un parlamento normal. «Elegiremos a los diputados que deberán llevarnos hasta la independencia y en ese escenario creo que la CUP», -me dijo-, «será el único partido que no se arrugará. Entre los de Junts pel Sí hay demasiados conversos y alguien tiene que controlar que esto no se vaya al carajo cuando llegue la primera oferta de Madrid«.

No entendí la lógica de mi amigo, porque la CUP se presentaba a las elecciones con un programa que él no podía compartir en absoluto. Fue su nacionalismo, porque mi amigo es nacionalista, lo que también nos separa, porque para mi el nacionalismo es sólo circunstancial y sirve para caminar hacia el objetivo final, lo que le impulsó a votar a la CUP. Que fueran antisistema, anticapitalistas y no sé qué más, no le importaba. Su lectura sobre lo que debía votar no tenía nada que ver con la confrontación izquierda-derecha. Al contrario, él quiso ver una apuesta metaideológica en el aclamado video de la furgoneta, donde las figuras de la CUP —de antes y de ahora— explicaban que si hasta ese momento habían ido lentos es porque querían llegar mucho más lejos. A decir verdad, creo que mi amigo no entendió el mensaje.

Ayer llamé por teléfono a mi amigo y le pregunté qué opinión les merecían los resultados electorales. No parecía contento y estaba preocupado porque no veía bien la actitud de la CUP ante la constitución de la nueva mayoría independentista. Quedé estupefacto otra vez. «Ahora ¿qué pasa?» —le pregunté. «No entiendo sus condiciones», -me soltó-, «lo que importa es el proceso y no si el país será blanco o negro». «Hombre», -le dije-, «tú ya sabías a quién votabas, ¿verdad? A los anticapitalistas, a los antisistema, a los que dicen que la independencia sólo tiene sentido si comporta una transformación social radical, al estilo venezolano o cubano, que es lo que defiende Josep Manel Busqueta, un economista y pastelero (porque trabaja en la pastelería de sus padres) que tú has transformado en diputado. Si hubieses prestado atención a la entrevista con él de Jaume Barberà en su programa Retrats, sabrías quién es Busqueta, qué piensa y por qué tú nunca estarás de acuerdo con él. Podría seguir poniéndote ejemplos de los hoy ilustrísimos diputados de la CUP«, -le dije-, mientras le reprendía por su estupidez.

Los resultados electorales han complicado el proceso. La falta de mayoría de Junts pel Sí magnifica el peso de la CUP, que exige un cambio de modelo económico y social para apoyar al presidente, que además no puede ser Artur Mas, pues ellos lo identifican con los recortes y la corrupción. Lo primero es verdad, mientras que lo segundo es una simple canallada. La pregunta que deberán hacerse los negociadores, especialmente los de Junts pel Sí, es si lo que se esconde detrás de la exigencia de apartar a Mas de la carrera presidencial es sólo eso o estamos ante el principio de no se sabe qué. La ingeniería política que proponen con una presidencia compartida ya insinúa lo peor.  

Mi amigo me dice que él es partidario de la independencia pero no al precio de poner en peligro el modelo económico y social que tenemos. «Se puede discutir si nos conviene una medida u otra, pero no el modelo», -me dice. Yo me río ante su nerviosismo y le digo con mala leche: «deberías haberlo pensado mejor. Tú piensas en clave solamente nacional pero ellos no». Me mira con rabia y le repito que yo comparto esa misma idea, que lo nacional y lo social son parte de la misma cosa, y que precisamente por eso estoy en contra de su modelo. No soy anticapitalista, ni quiero que Cataluña se convierta en un país como lo imagina Busqueta y su mentora, Miren Etxezarreta, cuyo izquierdismo ya me parecía atronador y viejo, cuando en la década de los años ochenta del siglo pasado corregía sus textos en la redacción de la revista Transición, junto a la también ilustre diputada Gabriela Serra, entonces del partido Movimiento Comunista.

¡Volvamos a votar! —grita mi amigo, medio histérico. Puesto que los de la CUP interpretan los resultados del 27S en clave autonomista y no plebiscitaria, lo que a mi entender es un error porque da la razón a los contrarios a la independencia. «Según como vayan las cosas puede que no haya otro remedio», -le digo antes de que mi amigo se ponga a hacer llamadas con si reluciente iPhone 6.