Mejorar la calidad institucional, una imperiosa necesidad

La calidad institucional de un país está directamente relacionada con su competitividad, su progreso económico, su cohesión social, su estabilidad política y su desarrollo humano. Los indicadores macro de la economía española, maltrechos tras una prolongada crisis, han mejorado en los últimos años a pesar de la volatilidad política. Con frecuencia, se alega este hecho -cierto cuando se considera a vista de pájaro– como prueba de la fortaleza institucional del país y de la capacidad del mercado para sobreponerse a las carencias de sus gobernantes.

«La provisionalidad política de los últimos años explica la tardanza en abordar los cambios necesarios. Pero nada justifica la falta de voluntad de los partidos. La regeneración de las instituciones y la radical transformación de muchas de ellas, solo se podrá abordar cuando deje de ser materia de confrontación»

Pero tales afirmaciones esconden un peligro: la autocomplacencia. La arquitectura institucional española presenta grietas evidentes que requieren una profunda revisión para adaptarla a las exigencias del siglo XXI, mejorar su efectividad y reforzar la seguridad jurídica de todos los actores de la sociedad.

España se sitúa en el puesto 16 de las 22 naciones plenamente democráticas del mundo (Democracy Index; The Economist Inteligence Unit). Pero su posición decrece cuando se compara con las de institucionalidad más sólida. Si se miran los detalles se descubren los factores que la alejan de las sociedades -y las economías– más avanzadas. España presenta un déficit institucional en los organismos de regulación y de supervisión de los mercados, en el cumplimiento de los contratos, en la administración de justicia y en lo referente a la corrupción.

Y lo más preocupante es que muchos de esos indicadores han empeorado. Según el Banco Mundial, España ha retrocedido, entre 2008 y 2018, en calidad regulatoria, seguridad jurídica y control de la corrupción. Solo se ha avanzado en estabilidad política y ausencia de violencia (efecto del final de ETA) aunque esas mismas medidas permanecen más de 10 puntos por detrás del promedio de la OCDE.

A menudo se identifica el deterioro institucional como una de las consecuencias más perniciosas de la Gran Recesión (2008-2014). La realidad es que esa fragilidad fue uno de los factores que ayudaron a provocarla, agravaron sus efectos y retrasaron su final. La combinación de una débil legislación, una laxa vigilancia y una tóxica cultura de rápido enriquecimiento fomentaron la burbuja inmobiliaria, la proliferación de proyectos faraónicos y la podredumbre de diversas administraciones locales, autonómicas e, incluso, estatales. Los casos Gürtel, Malaya, Púnica, EREs, Defex, Lezo o 3%, por mencionar solo alguno de los más sonados, no solo supusieron un monumental saqueo de las arcas públicas, sino que ayudaron a generar un desafecto igualmente monumental entre la ciudadanía y sus gobernantes, como regularmente nos recuerda el CIS.

La reparación de la arquitectura institucional requiere un enfoque sistémico. No basta actuar sobre una de las deficiencias si se descuidan las restantes. La debilidad de uno de sus componentes -la Justicia, por ejemplo– afecta a todos los demás. La modernización de las instituciones públicas recibió un impulso con la creación, en 2012, de la Comisión para la Reforma de las Administraciones (CORA). Sin embargo, muchas de las medidas propuestas por la Comisión permanecen sin ejecutar. La provisionalidad política de los últimos años explica la tardanza en abordar los cambios necesarios. Pero nada justifica la falta de voluntad de los partidos. La regeneración de las instituciones y la radical transformación de muchas de ellas, solo se podrá abordar cuando deje de ser materia de confrontación.

El inventario de cambios es exhaustivo y comprende todas las áreas del entramado institucional: la política, la administrativa y la jurídico-legislativa. En el primero de estos rubros destaca la necesidad de abordar de una vez la reforma del Senado. Cualquier respuesta a las tensiones independentistas, o a retos como la despoblación, requiere de una instancia legislativa con verdadera capacidad de intervenir en el equilibrio entre las demandas de cada uno de sus territorios.

La Justicia, también, requiere de una rápida y profunda modernización. Urge abordar la demora en las actuaciones judiciales, mejorar la especialización en materias apenas contempladas hace pocas décadas (telecomunicaciones, inteligencia artificial, biotecnología y bioética…) y, sobre todo, garantizar la independencia de la judicatura de la instrumentalización política.  

La reforma de las administraciones también requiere cirugía mayor. Se trata de evitar duplicidades y solapamientos (las diputaciones, por ejemplo), mejorar su cercanía a los administrados y eliminar reductos dominados por el clientelismo y el reparto de cotas de poder entre partidos.

Otras reformas son igualmente necesarias. La de la Ley de Partidos Políticos, convertidos hoy en maquinarias impulsadas por su propia supervivencia; la de la Ley Electoral, para corregir la disparidad entre el voto popular y el reparto de las cuotas de poder… Y las de neto contenido social dirigidas a paliar la desigualdad y asegurar la cohesión, la equidad y la igualdad de oportunidades: pensiones, educación, fiscalidad… Diversos estudios señalan que alcanzar niveles de calidad institucional comparables con los de las naciones más avanzadas aportaría en una década un aumento de un 20% en el PIB  español. La tarea, por tanto, es ingente y será determinante del futuro. No hay tiempo que perder.