MATRIOSKA GEOPOLÍTICA
Los fundamentos de esta guerra cultural se asientan sobre los miedos de la globalización. Sobre las incertidumbres que trae un mundo inserto en un proceso de cambio de enorme profundidad y de certezas que se han ido.
Los fundamentos de esta guerra cultural se asientan sobre los miedos de la globalización. Sobre las incertidumbres que trae un mundo inserto en un proceso de cambio de enorme profundidad y de certezas que se han ido.
“Ojalá que, cuando llegue 2030, la razón haya caído del lado de quienes defienden los valores culturales que sujetan el mejor proyecto político de la historia de la humanidad; los modelos abiertos de democracia liberal”.
Eduardo Madina es socio de la consultora KREAB y director de la unidad de análisis y estudios de su división en España. Ex diputado socialista en el Congreso.
Parece aceptada la definición de guerra cultural como un conflicto entre grupos ideológicos diferenciados por el establecimiento de los marcos hegemónicos de valores, creencias y prácticas de la sociedad a la que pertenecen. Para que una guerra cultural se desarrolle en una sociedad determinada, lo primero que hace falta es, por tanto, que al menos dos grupos ideológicos diferenciados tuvieran claro su propio marco de valores y su propio proyecto de sociedad para después tratar de llevarlo a cabo en una dinámica dialéctica. Este es exactamente el escenario que tenemos a nivel global. En la actualidad, dos formas de interpretar la realidad litigan por la hegemonía de los marcos de valores y por el vínculo de estos con las respuestas ante los principales desafíos de nuestra era. A un lado, la defensa de una sociedad cerrada, la respuesta fronterizada y de repliegue nacional como receta política más destacada. Receta que hunde en raíces culturales, en valores y principios, la naturaleza de su enunciado ante los problemas principales de nuestra era tanto desde una perspectiva política, como económica y comercial.
Al otro lado, aquellos que en el contexto histórico en el que nos encontramos y frente a los mismos miedos y amenazas, centran la respuesta en la defensa de una sociedad abierta, en el refuerzo de un marco cultural de valores que conecta con la mejor tradición de las democracias liberales, de los sistemas que han construido, sobre fundamentos de pluralidad y apertura, el mejor proyecto político que hayamos conocido a lo largo de la historia de la humanidad.
Y así es como, sobre ambos pilares, se sostiene la guerra cultural que, en escalas globales, se está librando como una de las principales características de nuestro tiempo. Una guerra que aterriza con diferentes intensidades en un buen número de países del mundo. Por ejemplo, en los que conforman la Unión Europea. No exageramos señalando el proyecto de integración europeo, los 27 países miembros de la UE, como uno de los principales campos de batalla de esta guerra cultural global tan característica de nuestra era.
No son pocos los países que, en el interior de sus fronteras, la desarrollan y la protagonizan de forma activa. Países que, a su vez, alineados sobre marcos culturales enfrentados, sobre distintas formas de interpretar la realidad, sobre orientaciones diferentes de respuesta, entre aperturas y cierres, ante los desafíos que nuestro tiempo deja en el contexto del proyecto de integración europea. Los responsables políticos de los 27 EE.MM se sientan en la misma mesa del Consejo. Y en ella se reproducen, a escala regional, los procesos más característicos de una dialéctica de contrarios con alcance global. Paralelamente, todos esos países y todos esos líderes sufren, en el interior de sus fronteras, parecidas tensiones y dialécticas.
Casi ninguno se libra de respuestas aislacionistas e incluso autárquicas cuando se trata de países mayoritariamente centrados en la apuesta por una sociedad abierta y viceversa, sectores culturalmente vinculados a los valores de una democracia liberal que también tensionan la atmósfera interna de aquellos Estados Miembros que más están protagonizando algunas de las principales experiencias populistas que conocemos en Europa.
Con todo, los fundamentos de esta guerra cultural se asientan sobre los miedos de la globalización. Sobre las incertidumbres que trae un mundo inserto en un proceso de cambio de enorme profundidad, de certezas que se han ido y de referencias de futuro que cada vez más se presentan más difusas e inciertas.
Entre ellas, aparece ya como seguro un nuevo frente de batalla en esta guerra, quién sabe si además abierto de una forma mucho más abrupta. Con el impacto de la nueva revolución tecnológica viene incorporada su capacidad para cuestionar el concepto de empleo, tal y como lo conocemos. Si en nuestras sociedades este ha sido uno de los instrumentos centrales de desarrollo humano, ordenación de la pertenencia y organización social y si este se transforma, no es difícil imaginar el nuevo frente de batalla que se abre y su extraordinaria complejidad.
Entre tanto, parece pronto para saber quien va ganando esta guerra. Pronto para saber quién terminará imponiendo los marcos hegemónicos en la nueva década en la que estamos a punto de entrar.
Sabemos que esta trae tendencias de fondo que serán determinantes para la historia de Occidente. Ojalá que cuando llegue 2030, la razón haya caído del lado de quienes defienden los valores culturales que sujetan el mejor proyecto político de la historia de la humanidad; los modelos abiertos de democracia liberal, garantes de la convivencia humana sobre marcos de derechos, obligaciones y libertades fundamentales. No puedo imaginar una noticia mejor para la década que ya se inicia.