Matar a Sócrates
Las doctrinas de identidad y sus vertientes políticas han dogmatizado el debate hasta el punto en el que pensar ha dejado de ser un ejercicio intelectual, sino más bien un acto performativo de autoafirmación
No deja de ser irónico que Richard Dawkins, un académico que se alcanzó la celebridad haciendo apología del ateísmo, haya sido acusado de cometer blasfemia y herejía, sufriendo un castigo de excomunión que no hubiese extrañado al filósofo Sócrates, quien, hace ya 2420 años, fue procesado no por un acto de dolo, sino por presuntos perjuicios causados a la ortodoxia por obstinarse en expresar y enseñar «ideas equivocadas».
La encargada de aplicar el escarnio ejemplarizante ha sido la Asociación Humanista Americana, al retirarle, con efecto retroactivo, el galardón de humanista del año que le había concedido en 1996, acusándole del delito de lesa identidad, después de haber osado ofender las seculares sensibilidades asociadas con las «creencias de género», un ideario prevalente en el mundo académico contemporáneo.
En realidad, basta hojear para darse cuenta de que es una regurgitación de la idea de que la realidad psíquica y la realidad social no son dos realidades diferentes, un concepto que Jacques Lacan sobre tomó de Ferdinand de Saussure, y que, «mutatis mutandis» ha pasado de la lingüística al psicoanálisis, para acabar estando en el campo de la filosofía política, gracias a intelectuales de moda como Slavoj Žižek.
A Dawkins le ha venido a suceder lo mismo que al pobre clérigo barcelonés Ramón Dou, que criticó las modas académicas de su época, denostando el «ardiente deseo de discurrir con novedad, que es la manía de nuestros tiempos», y ha pasado en consecuencia a la historia como culpable de exclamar «lejos de nosotros la funesta manía de pensar».
En todo caso, el viejo profesor inglés, convertido ahora en chivo expiatorio, gracias, nada más y nada menos, que a una institución humanista, nos ha hecho el gran favor de demostrar la naturaleza cuasi religiosa de ciertas manías populares en estos tiempos nuestros, a la vez refractarias a permitir formular preguntas incómodas, y partidarias de cortapisar el librepensamiento, al punto de rechazar de plano la menor tentación de abordar según qué cuestiones.
Las nuevas religiones
Por eso, el uso de términos como ortodoxia y herejía, que significan respectivamente «creencia correcta», y «creencia escindida», nos resulta tan ilustrativo para enmarcar las dinámicas que surgen de las doctrinas académicas de identidad, y sus «spin-offs» políticos, que sirven para anatemizar la disensión.
Dicho de otra manera; bajo este ideario, pensar deja de ser un ejercicio intelectual, para quedar en un parco acto performativo de autoafirmación, con el que se pretende refutar la existencia de cualquier sujeto social coherente, objetivo y unificado. Claro está que esto es tan antiacadémico como antipolítico, porque, como subrayó Gustavo Bueno, toda filosofía se escribe contra alguien o contra algo, y toda política opone una practicidad a otra.
Por lo tanto, al eliminar la oposición dialéctica, sólo queda la imposición dogmática, que en el caso de la ideología de la identidad, adquiere la forma de un rudimentario sucedáneo laico de la «paraescatología» de John Harwood Hick, aderezado con unas gotitas de Judith Butler.
Toda filosofía se escribe contra alguien o contra algo, y toda política opone una practicidad a otra
Gustavo Bueno
Como era de esperar, este sistema pseudorreligioso está organizado como una moderna clerecía, incuestionable e infalible por definición, en la que el rol moralizador de los antiguos predicadores lo desempeñan «creadores de opinión», con base en un ecosistema de medios de comunicación, instituciones educativas, administraciones públicas y organizaciones de activistas, cuyo «modus vivendi» se resiente frente al pensamiento crítico, por lo que tiende, por puro instinto de supervivencia, a cancelarlo.
Por eso se acalla a Dawkins, porque no hacerlo sería tanto como aceptar la validez de su creencia en que podemos situarnos en un punto de vista objetivo desde el que interpretar el mundo, una premisa que desmorona la arquitectura intelectual en la que se basa la afirmación de que la ciencia es un constructo de complejas relaciones de poder, un insumo teórico este, que sirve de coartada para aceptar el legado histórico sólo a beneficio de inventario, rechazando todo aquello que se les antoja incómodo