Ni todo el boato de la convocatoria, ni toda la hollywodiense puesta en escena final, ni tan siquiera el apoyo incondicional de la prensa amiga van a permitir que Artur Mas, presidente de la Generalitat, se apunte un éxito con la cumbre anticrisis que tuvo lugar el viernes.
Allí estaban los siete grupos parlamentarios, las tres patronales empresariales (¿no eran dos las representativas?) y los sindicatos reunidos para fijar posturas comunes que permitan un cierto consenso para superar la cruda realidad económica. Pues de poco sirvió abrir el Palacio de Pedralbes para solemnizar tan magno acontecimiento. La cumbre fracasó, aunque Mas, obligado como está a demostrar que lidera el Gobierno de los mejores, insista en que fue un éxito.
No hay consenso político en Catalunya sobre el diagnóstico de la crisis, ni social y económico. La crisis se ve diferente desde posiciones conservadoras que desde ópticas progresistas. No tienen idéntica opinión sobre las causas y las soluciones los sindicatos y las asociaciones empresariales. Y, por supuesto, tampoco existe una visión única en el ámbito teórico, entre los expertos.
Esas constataciones no han impedido que Mas intentara demostrar con la cumbre que él sí lidera las posibles soluciones. Constituye una buena noticia la predisposición del President a abanderar y comprometerse con el que es el primer problema del país. Dice mucho a favor de su responsabilidad.
¿Qué ha fallado, por tanto, para que su iniciativa no prosperara? Sobre todo, el procedimiento. Si se persiguen consensos, las formas son importantes. Por ejemplo: Mas es libre de tener un consejo asesor (Carec) o un centenar, pero no del uso político y público que haga de sus aportaciones. Poner por delante el documento del consejo asesor que preside Salvador Alemany no fue una buena idea. A quien se le ocurriera que aquella provocación de los académicos iba a permitir consensos en zonas más templadas de la sociedad se equivocó. En la cumbre, el polémico documento recibió un manotazo y dejó de ser siquiera una referencia teórica de solución para la crisis.
Pero hubo más errores que han propiciado el fracaso final. Los equilibrios, por ejemplo. En la búsqueda de consensos, Mas no negoció suficiente con los partidos de izquierda y los sindicatos los puntos de acuerdo, de manera que la cumbre hubiera podido ampliarlos y extenderlos. Y era fácil. Teniendo a los empresarios completamente entregados a su liderazgo, sólo era necesario asociarse con las dos centrales sindicales mayoritarias. ¿A ver qué hubieran dicho PSC, ERC e ICV si los sindicatos llegaban aliados con el President en este asunto?
El resultado final es una especie de fe de intenciones parido por las circunstancias y no por la cumbre. Se trata de un documento de mínimos, repleto de generalidades, sin compromisos claros y medidas inmediatas. Además de ser flojo e inconcreto no cuenta con la unanimidad que sería necesaria para afrontar la crisis. Y sin pacto no hay salidas efectivas, por más presión que reciba Mas para liderar el proceso.
Al final uno ve al presidente como en aquella comedia de Miguel Mihura en la que el protagonista sale de Murcia para descubrir el gran París y al llegar a la capital francesa se enamora perdidamente de la hija de los dueños de la pensión que ocupa. Ese súbito enamoramiento le lleva a permanecer en la pensión durante toda su estancia sin conocer siquiera París.
Si fuera asesor de Mas le recomendaría que cambie la montura de sus gafas, pero sobre todo que evite el ensimismamiento de los despachos y de la política. Es más, le animaría a que si quiere liderar la salida a la crisis lo haga desde una visión poliédrica de la sociedad y no sólo con apriorismos liberales y tantas servidumbres lobísticas como arrastra.