Mas, el último presidente de Catalunya

Soy de esas personas que no me dejo impresionar por las versiones oficiales de algunas cadenas de televisión, dígase aquí TV3, dígase allá Telemadrid o dígase en otro lugar televisión de Zanzíbar Corporation. Todas, o la gran mayoría, se deben al poder. A un nauseabundo poder político que las obliga a seguir unas líneas y a instruir a sus ciudadanos según unas directrices.

En un mundo no ya perfecto, sino simplemente lógico y coherente, hace tiempo que muchas de esas máquinas cargadas de gente –TV3 tiene el honor de superar en personal al resto de televisiones del Estado– estarían hace tiempo en el olvido, en la sala de los juguetes rotos. Pero aquí, en un país de mangantes e incultos, es necesario mantenerla para dar dogma de fe a las decisiones políticas.

Goebbels, recuerdan aquel ministro de propaganda nazi, estaría feliz. No se equivoquen pero, estaría feliz tanto en Barcelona como en Madrid. Porque los comportamientos que vemos ahora, si en un lugar dan vergüenza, en otro dan asco. Dar pábulo, pero sobre todo un sólo euro público, a gente de la calaña de la presidenta de Omnium, Muriel Casals, que fue capaz de llamar “maltratador” a cualquier padre que quisiera educar a sus hijos en español, o permitir que un elemento como el presidente extremeño Fernández Vara vaya prostituyendo la palabra cada vez que abre la boca son dos extremos cercanos al vómito.

En un momento como éste no hay que esconderse, y hay que buscar culpables inmediatamente. Primero, las estructuras de los partidos y, segunda, los líderes de los propios partidos. Unas estructuras ancladas que permiten una endogamia partidista, más propia del pleistoceno, y sin duda alejada de la vida real. Y unos líderes cobardes que usan a elementos, propios de la caverna mental, con subvenciones donde no se atreven a llegar. No dudaría en darles a todos una patada bien fuerte y enviarlos allá donde el mundo no es mundo, y donde la sensatez es regla básica.

Algo bueno tiene todo esto: es que de una vez se podrá votar, en un sentido u otro. Esperemos que la sociedad catalana sea lo suficientemente madura para aceptar lo que sea. Pedíamos al president Artur Mas elecciones y aquí las tenemos. Hasta el día 25 de noviembre no podemos pedirle que eduque a la gente –son muchos años de retraso– pero si deberíamos exigirle que la maquinaria propagandística sea parada –lo cual obviamente tampoco hará–. Verán como las tertulias –curiosamente de lo público y de lo privado mantenido– se llenan de los mismos vomitando las mismas historias.

En este país de imbéciles sólo se va a lograr que cuando unos mientan, otros mientan más. Mentirá TV3, mentirá Intereconomia, mentirán todos. Y la gente borracha de incultura, tal como explicaba Goebbels, creerá simplemente lo más repetido. Estará satisfecho Artur Mas de pasar a ser el último presidente de Catalunya. Las independencias no se logran a través de frontismo, borreguismo ni amiguismo, sino simplemente de constancia, buen hacer, y transparencia.

Todos estos elementos están alejados de la práctica del Govern dels millors. Un Govern que se ha dejado llevar por los miedos de un partido donde había que esconder la ineptitud de gobernar, los posibles delitos de sus principales dirigentes –suponemos no imputados porque, claro, sería un ataque a Catalunya-– y donde hay que refugiar en mentira la poca capacidad de acción.

En frente vive la pandilla de holgazanes de la oposición en Catalunya, más preocupados por salir bien en la fotografía y medrar en lo político que de conocer la calle. Cogidos tan en calzoncillos que aún les apesta la ropa. El resto de políticos, para no alargarme, unos mequetrefes autóctonos en la mayoría de casos absortos en su estatus chusquero.

Esa es la política y esos son los políticos que nos llevan a una confrontación, a usted Joan y a Pedro, a María y Josep, a todos. Seamos francos, quien conozca Catalunya, sabe que gane quien gane, el nivel educativo es tan ínfimo que la otra parte no respetará lo votado. Y ese es un problema que el último president de Catalunya debería haber valorado. Quizá no él directamente, que se sienta en la atalaya del bien y el mal, y preocupado simplemente por tener un lugar en la historia. Pero alguno de sus asesores debería haber hecho su trabajo con decencia. La lástima es que no tiene asesores sino chupadores profesionales y así no hacemos país.

Echaremos de menos un reportaje serio y riguroso de lo que significa ir un paso adelante o ir un paso atrás, pero tendremos los comentarios enlatados de unos y otros. Desde el analfabeto que dice que Catalunya venderá más –ahora que leo estaríamos en el puesto 42 de economías del mundo, y España sin Catalunya en el 25, ahora en el 18–, al indocumentado que pide que envíen los tanques y detengan al President. Dos extremos representados por quienes serán los primeros en largarse si la cosa se pone fea.

Porque unos y otros, todos aquellos fascistas que sólo han vivido de la comunicación y la política desde hace 30 años, son los verdaderos Goebbels de esta historia. Y no se equivoquen, haya o no haya independencia, la mayoría de cosas continuará como hasta ahora. Y como ejemplo, que menos que recordar que la mayoría de familias burguesas de Barcelona fueron franquistas y ahora abrazan el independentismo. Siguen siendo las mismas. Ése es el signo de este país, llámenle Catalunya o España.

Llevar a la confrontación es siempre un error, en lo personal como en lo profesional. Uno debe saber medir hasta dónde llegar, y si avanza más allá puede ser por esos oscuros deseos que nunca sabremos o simplemente por que son mediocres que no deberían estar allí. Al menos me queda claro que Artur Mas, que se dejó vencer por su ala radical –él sabrá por qué–, será el último president de Catalunya. Unos pueden pensar que acierta y otros que se equivoca. Lo que debería ser innegable es que en la política uno no puede jugar a ciertos juegos. Porque la política no es para jugar sino para dirigir y gobernar.