Más agresiones de baja intensidad
Uno de los componentes más graves de la violencia política –de alta o baja intensidad– es que al final nadie se responsabilice políticamente. Es la política de negar o mirar para otro lado. Es la irresponsabilidad histórica de haber iniciado un trayecto sin saber ni dónde ni cómo puede llegar.
Algunos seguimos pensando que equiparar la situación de Catalunya a un diagnóstico de pre-totalitarismo no es el método más preciso para definir tanto lo que está pasando como lo que estamos pretendiendo no reconocer que pasa. Pero lo que está pasando manifiesta anomalías cada vez más alarmantes y sin referentes inmediatos de salida.
Pasar del insulto a la agresión es algo extremadamente sombrío. Altera consensos mínimos, deslegitima instituciones, propugna que la calle no sea de todos. La agresión verbal o física es la negación de aquellas virtudes cívicas que son el sustento de una sociedad abierta y avanzada.
Tras la agresión incalificable, la lógica electoralista de sacar provecho en uno u otro sentido impide acotar los márgenes de la agresión hasta lograr que lo que pueden ser actos de violencia anormal lleguen a considerarse “la normalidad”. Un horizonte de conflictividad generalizada no es el actual: pero es cierto que a menudo está fallando de modo deliberado la acotación razonada del conflicto, del creciente descontrol.
Cuando la percepción cuenta más que el ejercicio de la ley algo se está trastocando en una sociedad. Ocurre lo mismo cuando la emocionalidad intenta suplantar las formas de la legalidad. Por ejemplo: cuando se habla de crispación, la reacción tan nerviosa y la retórica agresiva de los opinantes del independentismo indica que algo se les está yendo de las manos y que cada vez pueden recurrir menos al antiguo excepcionalismo de un oasis catalán.
En política la violencia es, finalmente, la consecuencia de una crisis de autoridad. Si se le suma la confrontación electoral europea, que no es sino un apunte de lo que comienza a ser un cuadro clínico de fractura social, la irresponsabilidad institucional es un factor de peso, sin que se pueda contar con paliativos de racionalidad política.
En la Catalunya de ahora mismo se están dando algunos conatos y erupciones concretas de violencia de baja intensidad, con el agravante de que acostumbran a ser elementos innegables de intimidación y formas ilícitas de coartar la libertad ajena. Todo lo contrario de lo que exige la convivencia y, más en concreto, una lid electoral según los cánones del pluralismo y la garantía del Derecho. En fin, la ley es la suprema garantía frente a toda forma de violencia.
Ojalá esa sea una fase breve y fugaz, para bien de la sociedad catalana, sean cuales sean las diversas preferencias políticas. De lo contrario, ¿estamos en el umbral tan resbaladizo de una paranoia secesionista?