Mariano Rajoy no es un ‘comando’ inglés
A la derecha española le cuesta conciliar la retórica con la praxis. Defiende con pasión valores permanentes, pero su desempeño en el poder revela a menudo un notable desprecio hacia los ideales sobre los que reclama la hegemonía. Es como si autoproclamarse guardián de las virtudes públicas le concediera licencia para atropellarlas.
Esa derecha la encarna hoy el Partido Popular, una organización de aluvión a la que se llega impelido por diferentes impulsos: desde el de quienes tienen un deseo genuino de contribuir al bien común, al de los movidos por el propósito de medrar y enriquecerse mediante la política.
La septicemia causada por esos últimos amenaza hoy con destruir el PP. Y Mariano Rajoy es principal responsable de que esa infección se haya extendido hasta el punto anular su capacidad de ser un participante activo en el proceso abierto para formar un gobierno tras el 20D. El Partido Popular es tóxico y su líder está contaminado.
Fiel a su estilo –la inacción— lo previsible es que el presidente de los populares siga sin hacer nada decisivo. Los dos últimos jefes del Gobierno de España se parecen: Zapatero, se creyó el mito de su baraka (la suerte divina de los beduinos); Rajoy sigue convencido de que el que resiste gana. Lo piensa mientras se le amontonan los cadáveres devorados por la infección, cada vez más cercanos, con la cadencia exponencial de una epidemia.
Entre esa pestilencia –o a causa de ella, ¿quién es capaz de leerle?— Rajoy ha renegado dos veces del espíritu de la Constitución esquivando el trance de intentar formar gobierno. Al hacerlo, además de menospreciar al Jefe del Estado al endosarle una responsabilidad que no le corresponde, ha exhibido su falta de coraje y su escaso sentido del honor, virtudes ambas muy permanentes que, sin embargo, no parecen adornar a nuestro hombre.
El lenguaje de la guerra y de la política se parece. Se explora, se ataca, se crean frentes… Al declinar tomar la iniciativa, Rajoy ha desaprovechado el amotinamiento del PSOE y su ventaja en escaños (escuálida, pero ventaja), dando tiempo a Pedro Sánchez para que apacigüe la rebelión, recupere impulso y se ofrezca a formar gobierno.
‘Who dares wins’ (quien se atreve gana) reza el lema del Special Air Service británico, el mítico regimiento de operaciones especiales creado en 1941. Rajoy ha mostrado durante estas tres últimas semanas que no tiene hechuras de comando. Por el contrario, ha habilitado a Sánchez, que tampoco parecía tener madera de líder, para mostrar que él sí las tiene. Su declaración de intenciones tuvo resonancias vagamente kennedianas: ‘no es lo que mi país puede hacer por mí, sino lo que yo puedo hacer por mí país’.
Rajoy le ha hecho un regalo a Sánchez: le ha concedido el terreno elevado. Es improbable que el socialista logre la investidura con la actual aritmética parlamentaria. Pero aunque no lo consiga, su atrevimiento le permite mostrarse presidencial, articular su discurso y explicar su proyecto de país mientras sus más acerados críticos –Susana Díaz, Felipe González y los editorialistas de El País—no tienen más remedio que guardar silencio.
Sánchez ha ganado, en definitiva, tiempo. Un mes en el centro de la política española, un periodo que, si fracasan todos los intentos de investidura, se convierte en una precampaña gratuita de cara a unas nuevas elecciones. Habrá que ver entonces lo que dicen las encuestas de intención de voto y si la defenestración que tanto parece desear el establishment del PSOE es posible.
Y luego está, como en la guerra, la suerte. Al presidente en funciones se le acaba su propia baraka, si es que alguna la tuvo: Acuamed, que toca por elevación a Soraya Sáenz de Santamaría; juicio por los ordenadores de Bárcenas, que afecta a María Dolores de Cospedal; presunta recalificación en beneficio de Ignacio González y nuevas imputaciones relativas a la venta irregular a Goldman Sachs de viviendas sociales, que tiñe al PP de Madrid…
Y, como la caja de bombones de Forrest Gump, que nunca deja de dar sorpresas, Valencia, pozo de corruptos y prepotentes que no deja de regurgitar grabaciones incriminadoras y sound bytes embarazosos. Como ese «Alfonso, te quiero, coño» dirigido al encarcelado ex presidente de la diputación Alfonso Rus que se agrega al «Luis, sé fuerte» en el pasivo audiovisual de Rajoy.
La regeneración democrática en España empieza a golpe de UCO, UDEF, fiscalía anticorrupción y senadoras previsiblemente privadas del aforamiento para que puedan hacer frente al verdadero caloret.
Y, sin embargo, la descomposición del PP –que se acelerará si Rajoy o un sustituto de última hora no logra la presidencia del Gobierno—será una desgracia. Una democracia moderna, capaz de responder a las necesidades de sus ciudadanos, de competir en el mundo y de adaptarse a los cambios sociales y económicos, necesita un centro-derecha ilustrado.
Ciudadanos puede recoger la parte más moderada, urbana y joven del electorado de un PP fracturado. Pero su desaparición puede dar carta de naturaleza a fuerzas de derecha dura, cercanas al lepenismo y a los movimientos euroescépticos y ultraconservadores que recorren Europa, que hasta ahora había impedido la existencia de un PP de amplio espectro.
El PP lo pudo ser esa derecha moderna, pero perdió la ocasión. En lugar de ideología tiene agenda; en lugar de debate, impera el presidencialismo clientelista, que exige agradar para lograr o conservar prebendas. Para los populares, borrachos de mayoría absoluta, gobernar se convirtió en la última legislatura en imponer a golpe de decreto ley, ninguneando al Congreso. Hoy no tiene aliados; no puede pactar porque José María Aznar introdujo en su ADN la creencia de que ceder equivale a capitular… y eso atenta contra sus valores permanentes.
Ninguno de esos males son exclusivos del PP. Son, como muestra el PSOE o Convergencia i Unió, consustanciales al grado de poder que se alcanza y al tiempo durante el que se ejerce. Pero lo que apuntan los hechos es que en ninguna otra formación la corrupción es más sistémica (se extiende a todo el organismo) y el latrocinio más sistemático (reiterado y con método).
Mariano Rajoy no es el creador del actual PP. Pero lentamente, como todo lo que hace, perfeccionó el juego de equilibrios entre familias internas y baronías territoriales al que inevitablemente aboca el sistema político español. Ese laissez faire, laissez passer, con demasiada facilidad, favorece también la corrupción.
El problema de Rajoy no ha sido tanto que haya aflorado tal volumen de indecencia sino –entre la indecisión y la absurda máxima de no actuar bajo presión— que nunca la haya afrontado, ni a tiempo ni con decisión.
Un cínico –o quizá los estrategas populares—probablemente se preguntaron en su día «¿para qué?» si pese a la Gürtel, que estalló de lleno en 2010, el PP ganó por avalancha las generales de 2011; si Francisco Camps y Rita Barberá parecían recubiertos de Tefal ya que no había porquería que se les pegara.
La respuesta la están recibiendo hoy: El PP está sólo y Mariano Rajoy, que fió todo a la economía, se encamina –salvo milagro—hacia un olvido gris acorde con su personalidad, resistiendo, resistiendo, resistiendo…