Lo contrario exactamente de un culo di ferro (así llaman los italianos a los burócratas de Roma) es un culo inquieto. Y el caso de Luis Conde podría resumirse como un intermedio entre lo primero (la firma que él preside, Seeliger y Conde, lleva más de 20 años liderando el mercado español de cazatalentos) y lo segundo: centenares de importante fichajes diseñados en su despacho de la calle Provença, en la Casa Ferrer-Vidal (levantada en el ochocientos por el mítico patrón de la Fábrica del Mar) y pegada a la medianera de la Casa Milà (Pedrera).
Los Lara, Esteve, Ferrero, Puig o Torres y un sin fin de empresas familiares han pasado por su manos. Hace algunas semanas, cuando el alcalde Trias le impuso a Conde la medalla al Mérito Deportivo, Mariano Puig, glosó su agilidad ante el reto de la gestión. En Luis Conde, el corazón puede igual que la cabeza. Posee esto que los cursis llaman inteligencia emocional; un activo especialmente apreciado a la hora de mediar en intereses familiares y patrimoniales, como lo hace en el consejo de administración del Grupo Godó, entre la tenacidad del chairman, Javier Godó (actual Conde de Godó), y la inquietud del CEO, Carlos Godó, heredero dinástico; o a la hora de encontrar soluciones out of the box (imaginativas) en los consejos de CatalunyaCaixa, Noatum Maritime y Lazard, la firma financiera nombrada por el Gobierno en la búsqueda del banco malo aglutinador de morosos.
El vértigo de los negocios se ve mejor desde la cubierta de un barco. Así lo pudimos imaginar, el pasado noviembre, cuando, en calidad de presidente del Salón Náutico (sucedió en el cargo a Enric Puig), Luis Conde entronizó el yate Fortuna –aquel velero de la clase dragón con el que compitieron el Rey Juan Carlos y su amigo del alma, el armador, Josep Cusí— en el Museo Olímpico Juan Antonio Samaranch. Aunque se dice que la ciudad vivió de espaldas al mar, Barcelona es lo que fue gracias al Consulado y a su mar; y también al dique de las atarazanas que vio zarpar los correos de la Transatlántica de Comillas, marqués, naviero y traficante (“cuando oigo hablar de Comillas, siento fuego en las mejillas”, decía una polca popular del ochocientos).
El hombre que vive del pasado no ama al presente. Este principio, ejemplo del fin del historicismo catalán, le va como anillo al dedo a Seeliger y Conde, una firma que compagina los grandes fichajes con la presencia de sus propios socios (Catà, Gual, Loring Martínez de Irujo, Villavietia o Marcó) en consejos de administración de compañías industriales y de servicios. Uno de ellos, Juan Llopart, que acaba de anunciar su salida de Seeliger y Conde Internacional, es consejero de Cirsa y Grupo Zeta, fue hombre fuerte de Rodrigo Rato, directivo en el Santander de Botín y en La Caixa de Fainé (la Caixabank primigenia, con oficina en París, adquirida por Société Générale).
Luis Conde vive entre el diagnóstico y la rapidez mental; no sabe estarse quieto, ni en épocas de mudanza o de caída libre, como la actual. Tampoco rehúsa la cara amarga; la que delimita la inclusión laboral y familiar de los discapacitados, como lo demuestra la Fundación Seeliger y Conde, creada en el seno de la misma firma y que ha logrado integrar en el mundo laboral a medio millar de personas desde 2002. Además, a este emprendedor le ha quedado tiempo para el cultivo del vino, hasta el punto de levantar una bodega espectacular en Girona, bajo el sello Analvaro, un acrónimo en honor de sus hijos, Anna y Álvaro. Su huella, más que perseguirle, le precede; este avezado cazador de talentos es un hombre de mente voladora con las posaderas firmemente ligadas (el ferro) a su voluntad.