Los paraísos líquidos de Zuckerberg
Nos encontramos en los albores de un cambio en las industrias culturales en el que, con toda probabilidad, personajes como Zuckerberg obtendrán un poder que dejaría los relatos de Wells y Skinner como cuentos infantiles
La nueva iniciativa empresarial de Mark Zuckerberg, Metaverso, el culmen del proceso de producción simbólica del hombre común que se inició con la sociedad industrial, cuya caracterización fundamental ha cambiado poco desde que Max Horkheimer y Theodor Adorno teorizasen el concepto de industria cultural en 1948.
La tesis de estos intelectuales de la Escuela de Frankfurt era que la producción en serie de cultura del entretenimiento no era sino una extensión de la producción de otros bienes de consumo, de los que resulta indistinguible, al convertirse el ocio en una prolongación inconsciente del tedioso empleo del que se busca evasión.
En fechas más recientes, la manifestación de esta idea la resume el sintagma ‘no eres el cliente; sino el producto que se vende’, que se popularizó con la eclosión de las redes sociales, pero que no deja de ser una variante del fetichismo de la mercancía al que aludía Karl Marx cuando sostenía que si bien la producción crea un objeto para el sujeto, crea también un sujeto para el objeto.
El otro aspecto relevante en la teoría de la industria cultural concierne a la baja calidad, vulgaridad y uniformidad de los productos que genera para el mínimo común denominador de las masas de consumidores, lo que, a juicio de sus autores, sacrifica aquello por lo cual la lógica de la obra artística se diferenciaba de la lógica del sistema social.
La segunda derivada de esta premisa es la que nos interesa en relación con el Metaverso de Zuckerberg, porque sostiene que este imperio del hedonismo kitsch fomenta una sociedad acrítica y asténica, proclive a la atrofia política y al unitarismo ideológico, que difumina la línea que separa el pensar del actuar.
Curiosamente, la elección de Metaverso como marca comercial viene a dar la razón a esta crítica, ya que el neologismo significa aquello que está más allá de tus circunstancias, algo así como un paraíso líquido en el que sumergirse. No está mal, como declaración de intenciones. Ciertamente, esta conceptualización del escapismo de masas no es inédita, ya que ha formado parte de las visiones de los tecnólogos del silicio desde hace al menos un par de generaciones.
La novedad estriba, recurriendo de nuevo al materialismo dialéctico, en que según la ley del tránsito de los cambios cuantitativos en cambios cualitativos, la acumulación gradual de cambios cuantitativos tarde o temprano da como resultado un cambio cualitativo.
Y es el caso que Facebook, de cuyo ecosistema forma parte Metaverso, tiene 3.500 millones de usuarios, o lo que es lo mismo, la práctica mitad de la población mundial. Este supone ciertamente un salto cualitativo en cuanto a la capacidad inmediata de crear estados de opinión, y manipular respuestas condicionadas, a voluntad, y a escala global.
Está en la propia lógica del capitalismo que el emporio de Zuckerberg será tarde o temprano fagocitado por el mercado, dando lugar a una nueva iteración de la industria cultural que será la suma de sus partes y algo más, como ha venido sucediendo desde la invención de la prensa, la radio, el cine y la televisión, hasta llegar a las redes sociales.
De ahí que poner el foco en Metaverso sea tan pueril como imitar a los luditas, al hallarnos con toda probabilidad, como entonces, bajo el umbral de un nuevo paradigma que entraña el potencial de conferir tal poder a los propietarios de esta nueva industria cultural, que, de llegarse a materializar -como parece inexorable- el Ciudadano Kane de Orson Wells y el Walden Dos de B. F. Skinner se nos antojarán en comparación sendos ejemplos de literatura infantil.