Los orígenes de todo esto
Preocupados por el dramatismo de la cotidianidad nos cuesta tomar distancia para ver el sentido histórico del movimiento en el que estamos inmersos. Las consecuencias de la aceleración de la revolución tecnológica, el cambio de hegemonía mundial y su consecuencia geoestratégica, el papel de los poderes públicos…
Por diversos motivos, me ha tocado repasar estudios sobre el paso de la baja Edad Media en la etapa moderna y me reafirmo en que el actual ciclo rompe con uno anterior de 500 años. Hasta el autodenominado descubrimiento de América, los embrionarios estados europeos no dieron el salto hacia imperios coloniales que desplazaron por primera vez en la historia de la humanidad la hegemonía económica desde el extremo Oriente hacia esta península asiática occidental llamada Europa. Ahora al inicio del siglo XXI la hegemonía vuelve hacia Oriente, habiendo pasado antes por la de la primera colonia europea liberada, EEUU.
Las élites tardomedievales encontraron en las monarquías autoritarias y absolutistas una forma de perpetuar y aumentar el nivel de extracción sobre las capas populares: la agricultura sometida al tardofeudalismo y la nueva burguesía comercial que crecía en las ciudades fruto de la primera globalización.
Estas nuevas castas se impusieron por las armas a la competencia más cercana, asimilando a poblaciones y territorios antes independientes como propios (es el caso de Cataluña y la Corona de Aragón y tantas otras antiguas naciones medievales sometidas entre el 1500 y el 1800) y emprendiendo una continua guerra con alianzas alternativas entre los nuevos estados para extender su influencia territorial o su imperio global.
En ese momento ya se escinden las tradiciones europeas, entre las absolutas y colbertianos, con gran intervencionismo del Estado y la alimentación de un protocapitalismo nacido bajo las faldas y el control de aquel, como es el caso de Francia y Castilla. O la línea liberal y parlamentaria, propia de Gran Bretaña, Países Bajos, Cataluña o algunas de las repúblicas germánicas o itálicas antes de la unificación, que optaron por la permeabilidad a la nueva burguesía en los órganos de gobierno protoparlamentarios sin que el Estado sustituyera la tarea que le tocaba a los particulares.
En el mismo momento, estos dos comportamientos tienen una traslación en el tipo de fundamento de los nuevos estados. Unos, los absolutistas, consolidan una unidad basada en el concepto: «un rey, una fe y una ley», aniquilando cualquier vestigio de diversidad política cultural o económica. Francia y España. Los otros actúan como agregación de naciones a las que respetan símbolos, estructuras estatales, idiosincrasia como el caso de Gran Bretaña o el imperio austrohúngaro.
Miren ustedes en un mapa de Europa dónde, ante los cambios de hegemonía y de modelo económico, se está respondiendo con más flexibilidad y dónde no hay manera de abordar ninguna de las reformas estructurales necesarias para que el problema ya está en los fundamentos autoritarios, oligárquicos, elitistas, intervencionistas de los estados respectivos.
Y cuando alguna parte del territorio de estos estados anticuados se rebela contra el fin de una decadencia anunciada, la reacción no es incentivar y proteger el catalizador del cambio, sino liquidarlo. Hace 500 años, el embrión de España, no consumada hasta el siglo XIX, se basó en la expulsión de las minorías culturales y religiosas (judíos y moriscos) que a la vez eran claves para la actividad económica e innovadora. Continuó con la persecución, con el abuso del imperio de la ley (¿les suena actualmente en boca de los políticos-burócratas de Madrid?) de cualquier disidencia.
Se utilizó la no separación de poderes (como ahora) para dirigir el aparato represivo de la Inquisición y las audiencias en contra de los sospechosos desafectos empezando por los conversos, siguiendo por los iluminados que preconizaban una vía religiosa fuera de la estructura estato-eclesial, relacionados ambos con las revueltas comuneras de Castilla y hermanadas de Valencia y Mallorca, donde la casta oligárquica aristocrática-feudal eliminó la competencia de la incipiente burguesía comercial y urbana.
En Cataluña, aguantamos hasta 1714; y luego no consiguieron asimilarnos por suerte; si no esto sería Marsella o Andalucía. Por cierto, los primeros conflictos serios entre la monarquía unificada y la Generalitat de Cataluña se produjeron en torno precisamente al abuso partidista de la Inquisición por parte del Rey. Y también por las reiteradas demandas de exacciones económicas para financiar guerras imperiales inútiles. No ha cambiado gran cosa en el fondo.
Pero el ciclo de los 500 años ha terminado. Aquellos estados mal forjados no son capaces de adaptarse a las nuevos tiempos. Y la casta puede intentar retrasar el proceso de descomposición, pero no lo podrá detener.