Los límites del lenguaje que limitan el mundo de Pere Aragonès
El pueblo de Aragonès mezcla tintes del Volk del romanticismo germánico con el Folk anglosajón, dando como resultado una "fe" con su propia a liturgia, mártires y santuarios
«La hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales… (la inmersión), sin ningún tipo de dudas, es el núcleo de la nación catalana».
Me habrán que perdonar haber sido incapaz resistir la tentación de fusionar en un solo sintagma, una oración de Íñigo Errejón con otra de Pere Aragonés, pero convendrán conmigo que así se las ponían a Fernando VII. Sabido es, después de que se destapase el escándalo Sokal, lo fácil que resulta articular un relato absurdo a base de encadenar sinsentidos plagados de palabras mágicas y señuelos léxicos, sin que por ellos lo escrito tenga más valor que la suma de sus palabras.
Sin embargo, para ser justos con Errejón, al menos él ha hecho el esfuerzo de buscar la inspiración para sus elucubraciones postmarxistas entablando un diálogo intelectual con Chantal Mouffe, politóloga y escritora belga viuda del teórico argentino del populismo, Ernesto Laclau, fruto del cual surgió el dialógico panfleto “Construir pueblo: Hegemonía y radicalización de la democracia”, publicado en 2015, en el que Errejón desarrolla con solvencia sus hipótesis sobre cómo construir las identidades políticas para alcanzar la hegemonía.
El pueblo que Errejón quiere construir se inspira en el demos de las revoluciones francesas y americanas del siglo XVIII, idealizando una comunidad nacional con la que avanzar dialécticamente (en lucha agonista, según la jerga de Mouffle y Errejón, quienes a lo que en el fondo aluden es a crear un frente popular para llegar al poder) proyectándose al futuro sin apelar apenas al pasado.
Lo de Aragonès es otra cosa. El pueblo al que el presidente de la Generalitat interpela es más bien un ethnos, a ratos con los tintes del Volk transhistórico del romanticismo germánico, en el que la tierra y la sangre se transfiguran en el «alma colectiva», y a veces como el Folk anglosajón, que emana de una tradición sedimentada en el curso de la historia nacional que ha fraguado un conjunto de rasgos, como la lengua y la cultura. De esta mezcla de Volk y Folk resulta esa fe en que lo catalán es uno y trino (lengua, historia y linaje); una mística política, conocida entre los iniciados por el nombre de catalanismo, que tiene su propia liturgia, mártires y santuarios, como esa escuela pública de Santa Coloma de Gramenet pionera del modelo de inmersión lingüística, en la que Aragonès no celebró el nacimiento del redentor, sino que predicó la salvación a través de la lengua.
En lo que probablemente no hayan reparado los fieles del Muy Honorable Sr. Aragonès y adláteres es en que esta oratoria organicista encaja bien en las teorías del etnógrafo ruso Lev Gumilev, tremendamente popular entre los partidarios de Vladimir Putin, gracias a su tesis etnogenéticas basadas en la encarnación vital de un colectivo patrio, en lo que llamó un «estereotipo conductual», compartido subconscientemente por todos los miembros de una determinada etnosfera. Cataluña, pongamos por caso.
Si nos fijamos bien, las nociones que Gumilev hizo explícitas son en realidad las mismas que Pere Aragonès y sus acólitos dan a entender con retórica de juegos florales, a saber: que el ethnos es un organismo-sistema dotado de singulares características diferenciales, antes que un ente social (i.e. Estado de Derecho), al cual se yuxtapone, precede y trasciende. Es decir, que hay una forma de existencia, colectiva y primigenia; una genética política de los pueblos, que es independiente de la sociedad en la que pueda estar coyunturalmente inserta, más sin integrarse en ella al nivel de psicología profunda de grupo en la que operan las inercias que dan forma a la singularidad biopolítica de la etnia.
Este tropo permite reivindicar que las etnias rusa y catalana no han visto alterada su esencia ontológica por la exposición a sucesivas olas migratorias, gracias a lo cual los rusos pueden negar su europeidad, y los catalanes su españolidad, ya que el elemento fundamental de su esencia indeleble es el triunfo de la voluntad de ser pueblo, aquello que Gumilev denominó «pasionaridad».
Concepto éste que Aragonès interpreta en su pintoresco estilo, al combinar el «som y serem» de la Santa Espina con un núcleo irradiador a lo Errejón, con el que suyos entreabren sus puertas a quienes quiera reunirse con ellos en una comunión de la lengua con la que quieren poner límites no ya a su propio mundo, sino al de todos los demás.