Los lazos de la libertad
Nuestra generación está asistiendo a una reconfiguración de los sistemas de partidos que no será inocua para el futuro de la democracia y la libertad. Los partidos de la derecha española están sufriendo las mismas tensiones y divisiones que sus homólogos europeos y es, por ello, que en nuestro análisis no podemos abstraernos de aquellos fenómenos globales que han dinamitado los ejes tradicionales de la política de cada país.
Además, no estamos ante unos cambios que solo afecten a la derecha, ya que las diferentes izquierdas también se han visto y se ven en disyuntivas parecidas. Y es que nos encontramos ante una fragmentación y polarización que están poniendo a prueba nuestra cultura política y su capacidad para garantizar un bien tan preciado para el futuro de cualquier nación como es la gobernabilidad.
La sociedad española, como el resto de las sociedades occidentales, se ha vuelto más compleja –cada día son más los colectivos que exigen su reconocimiento y su espacio público– y más insegura porque, más allá del actual crecimiento económico, no son pocos quienes han visto frustradas sus expectativas económicas y recelan del futuro que les espera ante unos cambios tecnológicos que no llegan a entender. Si a este coctel le añadimos el ingrediente explosivo de unas redes sociales que alimentan las burbujas de prejuicios y las retóricas de la hipérbole, el caos de la ingobernabilidad está servido.
Estamos ante la vetocracia vaticinada por Francis Fukuyama, un conjunto de circunstancias y actitudes que imposibilitan los pactos, vistos como una traición, y, por tanto, el reformismo institucional. Así, se rechaza al otro, se le rodea con un cordón sanitario, no por sus ideas, sino por lo que es. Es el fruto de las políticas de la identidad que, desde la propia izquierda denuncia Mark Lilla, y que erosionan el sentido de comunidad hasta tal punto que hace imposible el buen funcionamiento de la democracia.
Aún más, al convertir a nuestros conciudadanos en enemigos actúan como disolvente de las virtudes cívicas hasta el punto de complicar también la convivencia y la libertad. En este sentido, el lector recordará recientes ejemplos de apropiación indebida y excluyente del feminismo por parte del gobierno del PSOE, que tanto daño hace a la causa que dice defender.
Ante este panorama, el centroderecha debería ser capaz de escapar de la tentación identitaria. Sería un grave error dar una respuesta simétrica a aquellos que, tras ver fracasadas sus utopías, se limitan a dividir la sociedad en colectivos y a enfrentarlos, inventando enemigos para no tener que pensar en políticas públicas más eficaces y eficientes. Sería caer en su trampa. Sería colaborar en la creación de una sociedad irrespirable, donde el pluralismo es sacrificado en el altar de un multiculturalismo que es profundamente liberticida, porque, si se arrasa el sentido de comunidad, también se aniquila la estabilidad necesaria para el florecimiento de la libertad.
Y demasiado se ha roto ya en España. Por decirlo de una manera burkeana, hay que recuperar el compromiso intergeneracional que sustenta la democracia, porque actualmente están prácticamente rotos los lazos con el pasado –debido a la manipulación de la memoria histórica en un indisimulado intento de derribo del legado de la Transición—; están rotos los lazos en el presente –el separatismo ha conseguido que en el mismo rellano vivamos en comunidades diferentes, no ya con distintas lenguas, sino con distintos lenguajes, siendo incapaces de entendernos—; y se están rompiendo también los lazos con el futuro –un medio ambiente descuidado, una economía endeuda y un sistema educativo que no está a la altura de lo que se nos viene encima—. Es hora de recoser.
De este modo, reconstruir lazos a través del reformismo institucional y de un discurso de concordia podría ser un proyecto sugestivo liderado por el centroderecha español. Podría incluso ser la misión que guiara la necesaria restructuración y reunificación para que este espacio político vuelva a ser una alternativa de gobierno. Con liderazgo, es decir, con valentía, ejemplaridad y capacidad para atraer y gestionar talento, el centroderecha se puede reformular para ofrecer a los españoles una propuesta ganadora que supere por elevación a las políticas de confrontación.
Aunque algunos siguen confundiendo la sociedad española con Twitter, el péndulo oscila y las purezas ideológicas empiezan a ser menos atractivas a medida que se sufren sus consecuencias. Es aquí donde el liberal conservadurismo puede tener su gran oportunidad, porque entiende que la canalización del conflicto inherente a toda sociedad tiene como fruto el progreso.
El liberal conservadurismo no es un esquema teórico que pretenda imponerse a la complejidad social. Es una actitud, un temperamento, que impulsa una política reformista, no doctrinaria, necesaria para actualizar el Estado ante los retos globales y locales. Es recuperar el espíritu de la libertad y, por tanto, también de la responsabilidad, reformando con pragmatismo el leviatán para que la deuda y la demografía no nos atropellen. No se trata de desdeñar las emociones, fundamentales en política.
Se trata de su buen uso, es decir, poniéndolas al servicio de un espíritu de libertad, porque el patriotismo es el amor por lo propio en toda su pluralidad, no la destrucción a la que siempre conduce el nacionalismo. Asimismo, un proyecto así permitiría superar la estéril dicotomía centralización-descentralización que domina la cuestión catalana, ya que del nacionalismo no se sale ni con cesiones, ni con otro nacionalismo, sino ofreciendo más libertad a los ciudadanos –un Estado que garantice el pluralismo en Cataluña, más derecho a decidir en la educación o una sociedad civil menos intervenida o subvencionada–.
En definitiva, el futuro de la derecha pasa por comprender que el contenido clave es la libertad y su continente, la concordia.