Los jueces y el principio de la intervención mínima eficaz
En días en los que abunda los pirómanos, la reflexión obliga a cruzar la raya a favor del orden
Entre las líneas rojas que separan a la gente de orden de los no lo son está la frontera entre la circunspección frente las decisiones judiciales y las reacciones incendiarias. En estos días en los que abundan los pirómanos, el silencio no es, probablemente, la actitud más aconsejable ante al auto de la magistrada Carmen Lamela que envió a prisión a Oriol Junqueras y a siete miembros del depuesto Govern, sino la más cómoda. Un bien más escaso, la reflexión, obliga a cruzar la raya; en aras, precisamente, del orden.
La juez de la Audiencia Nacional consideró que la acusación presentada por la Fiscalía General de José Manuel Maza requería un encarcelamiento inmediato para proteger al Estado de que se siguiera actuando en su contra. Simultáneamente, en el Tribunal Supremo, el juez Pablo Llarena concedía una semana de prórroga a las defensas de Carme Forcadell y a los integrantes de la Mesa del Parlament –que volvieron a sus casas sin declarar siquiera— para preparar adecuadamente sus argumentos frente a una querella esencialmente igual.
Alguien tendrá que explicar la diferencia de criterio entre el Supremo y la Audiencia Nacional. Entre una y otra de sus sedes hay apenas 100 metros a través de una plaza ajardinada en Madrid. Sin embargo, en la interpretación de cuáles deben ser las medidas cautelares extremas (la privación de libertad), la distancia es mayor.
Ninguna de las decisiones prejuzga la evolución de las respectivas causas. La semana que viene, Llarena podría ordenar prisión preventiva de Forcadell y sus compañeros, mientras que, en recurso, Junqueras y sus colegas, podrían ver rebajada su situación actual.
El derecho penal es garantista en extremo
Pero no resulta convincente el argumento de que los abogados de ex vicepresidente y los siete consellers encarcelados (Santi Vila, el desviante, ya ha salido tras pagar 50.000€) no pidieron un aplazamiento a la juez como sí hicieron los de Forcadell y los de la Mesa. La juez lo podría haber acordado motu propio; con más motivo si, como se afirma, lo pidieron verbalmente los letrados.
El derecho penal es garantista en extremo. Uno de los principios de un ordenamiento democrático es aplicar las medidas mínimas necesarias para restaurar la integridad del orden vulnerado. El Estado es una fenomenal y poderosa maquinaria. No en vano lo representó Hobbes como un Leviatán, un mítico monstruo marino.
Es los estados avanzados, el principio de aplicación mínima eficaz de su poder es un reflejo de la solidez y seguridad jurídica de sus instituciones. La reflexión es pertinente al hilo de lo ocurrido el jueves en la madrileña Plaza de la Villa de París. Y también, en referencia a la intervención de la Policía y la Guardia Civil el 1 de octubre para impedir el supuesto referéndum: la aplicación mínima de la fuerza necesaria para restaurar el orden ciudadano también bebe del mismo principio.
Tampoco convence demasiado el argumento del riesgo de fuga. ¿Por qué comparecieron cuando el ex president Puigdemont y otros ex consellers siguen, a efectos legales, en paradero desconocido? Y si se fugan, ¿realmente importa mucho? Más bien lo contrario: en Bruselas o en Sebastopol, su capacidad de erosionar la integridad del Estado sería mucho menor que la que tienen desde la cárcel de Estremera y la de Alcalá Meco.
A medida que pasa el tiempo, el destino del exiliado, aunque lo sea por voluntad propia, tiende a ser el olvido. El del prisionero, es el de convertirse en símbolo.
La situación ha generado un vocabulario convertido en armamento
La crisis del sistema que vivimos es una cadena de eventos adversos. Su física es la de la acción-reacción; su química es la de la combustión: cada acción de cualquieras de las partes es material combustible y las palabras desaforadas son el comburente: el oxígeno que aviva las llamas que acabarán por abrasarnos a todos. La situación ha generado un vocabulario reconvertido en armamento: weaponized, que dicen los anglosajones. Lo que unos llaman “golpe de estado”, para otros es “la represión del franquismo” rediviva.
Un golpe de verdad, aunque frustrado, fue lo que intentaron Tejero y Milans y no se sabe cuántos espadones más: tenían las llaves de los tanques y hasta los llegaron a sacar. Aunque nadie se reúna aquí en una cervecería bávara, el lenguaje político convencional califica como un ‘putsch’ lo que se ha desarrollado en Cataluña desde el 6 de septiembre. Virtual, pero con efectos muy reales.
La activación del Artículo 155 y la convocatoria de elecciones anticipadas para el 21-D representan la aplicación del principio de intervención mínima eficaz por parte del Estado. Para sorpresa de quienes esperaban que Mariano Rajoy cediera a las llamadas más ultramontanas, el Gobierno actuó por primera vez que se recuerde con mesura y –más importante—con la ‘astucia’ que hasta ahora parecía ser patrimonio privativo del procés.
Voces poco sospechosas de soberanismo –el PSC, por ejemplo— han calificado de “desproporcionada” la decisión de la magistrada Lamela. El adjetivo vale a efectos de discusión. Es difícil, prima facie, encontrar proporción entre el bien a proteger –la integridad, aquí y ahora, del Estado— y las medidas decretadas para lograr ese fin.
Es difícil ver qué gana el sistema en fortaleza y garantías de integridad futura a la vista de las consecuencias previsibles –patentes de inmediato— del auto de prisión: un reagrupamiento del independentismo, un nuevo agravio para alimentar su relato en casa y en el exterior y una bandera de enganche para terminar de reclutar esos compañeros de viaje todavía dubitativos, la proverbial ambigüedad morada.
Los responsables del putsch secuencial no deben escapar de su correspondiente paso por los tribunales
Uno cree en el orden en las cosas importantes. No en el concepto rancio y conservador de mismo, sino la idea de que tener móvil, oportunidad y medios no faculta para hacer lo que a uno le venga en gana; sea un caco, un concejal de urbanismo o un Govern independentista. Los responsables y colaboradores necesarios del putsch secuencial iniciado en septiembre no deben escapar de su correspondiente paso por los tribunales.
Pero, gracias a las últimas decisiones judiciales, hijas todas de la judicialización de la política que tan libérrima como irresponsablemente ha practicado el gobierno de Rajoy, se empiezan a oír ya voces que piden «amnistía«, como si estuviéramos en la década de los 70. ¡Y hasta ahí podríamos llegar!
La comparación es ofensiva: el independentismo ha proclamado –aunque de aquella manera— la República Catalana y se ha vanagloriado de que «nunca se ha llegado tan lejos». Sus responsables, por tanto, no se pueden ir de rositas judiciales. No se trata de la “venganza” de un “estado represor”. Pura y simplemente: nadie puede saltarse la ley antes de cambiarla. Y eso vale también para las leyes de transitoriedad.
Pero cuando un tribunal superior (el Supremo) aplica la doctrina de manera sustancialmente diferente a uno de menor rango (la Audiencia Nacional) las preguntas sobre qué influencia –o, si se prefiere, qué informa— la decisión de los magistrados son legítimas y necesarias.
Un factor fundamental en la formación de esa decisión es la petición del Fiscal General del Estado, un nombramiento directo del Gobierno, por tanto, político. Dado que el actual Fiscal ha dado muestras de un criterio no neutral sino coincidente con el Gobierno y dado que los efectos resultantes tienen graves repercusiones políticas, uno se pregunta: ¿alguien es consciente de lo que nos jugamos todos?