Los hijos de Hércules
El Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados (UNHCR), cuyo comité en España es conocido como ACNUR, trata de minimizar los devastadores efectos de una de las grandes lacras que acompañan a la humanidad desde los inicios de la Historia, el drama de los refugiados y lo que esa triste condición conlleva: el hambre, la miseria, la violencia, la indefensión y la privación de los derechos más fundamentales.
ACNUR nos advierte que 2015 está siendo un año de emergencias humanitarias gravísimas debido a los conflictos armados de Sudán del Sur, la República Centroafricana, Siria, Irak y Ucrania, conflictos que han obligado a más de 10 millones de personas a abandonar sus hogares, siendo el 80% de los desplazados los más débiles de esas sociedades: las mujeres y los niños.
Esta agónica condición, como he afirmado previamente, no es nueva, es tan antigua que la mitología griega ya la recoge. La mitología griega se basaba en la misma necesidad que han tenido ineluctablemente todos los pueblos antiguos de explicar su mito de origen, su mito fundacional como sociedad, a través de una serie de relatos sobre sus dioses y héroes y cuyas bases son la leyenda y la religión.
Estos relatos primero fueron compartidos mediante la transmisión oral, a través de los rapsodas, y posteriormente se les dio forma literaria en poemas épicos como la Ilíada o la Odisea, ambos de Homero, o como la Teogonía, de Hesíodo, y de manera ya tardía fueron teatralizados por los 3 grandes trágicos griegos, Esquilo, Sófocles y Eurípides, los principales exponentes de lo que hoy conocemos como Tragedia Ática, un compendio de obras teatrales escritas y representadas en las Atenas del s.V a.C., y que serán de capital importancia para construir el concepto de lo que será el teatro tal y como hoy lo entendemos y conocemos.
Los relatos mitológicos griegos nos narran que el dios Zeus había destinado al héroe Heracles o Hércules a ser rey de Argos, Laconia y Pilos, pero Hércules fue suplantado por Euristeo, rey de Micenas, a raíz de un ardid de la diosa Hera, madrastra y acérrima enemiga del héroe, a quien ya de infante envió dos serpientes para tratar de matarlo en su propia cuna.
Tras la muerte de Hércules, envenenado de manera no intencionada por su propia esposa Deyanira, hija de Eneo, rey de Calidón, sus hijos, los heraclidas, perseguidos por Euristeo, tirano de Argos, llegaron a Atenas y pidieron asilo.
Aquí empieza la tragedia de Eurípides Los Heraclidas (430 ó 426 a.C.), con los hijos de Hércules siendo reclamados al rey ateniense Demofonte por el heraldo argivo bajo amenaza de guerra si no le son entregados a su rey Euristeo. Esto obligaba a la polis ateniense a tomar una grave decisión: o entregar los refugiados heraclidas a los argivos o ir a la guerra para defenderlos. Euristeo, ante la negativa de Demofonte, atacó Atenas pero fue derrotado y muerto en combate, como había predicho el oráculo, gracias al sacrificio de Macaria, una de las hijas de Hércules refugiada en Atenas, sacrificio que realizó voluntariamente en honor de Deméter.
Esta obra de Eurípides –temática que Esquilo trató previamente bajo idéntico título en un texto hoy desgraciadamente perdido- deviene en estremecedora metáfora de uno de los grandes males que han acompañado a la humanidad desde los albores de la Historia: los desplazados que generan los horrores de la guerra. Todos aquellos que se ven inmersos en ella, ya sea como miembros del bando perdedor o como desafortunados e incidentales habitantes de la zona de guerra, deben huir ya que toda guerra siempre conlleva el odio y el revanchismo de manera inevitable.
El reputado director escénico norteamericano Peter Sellars hizo buena aquella creencia que muchas veces el arte va un paso por delante de la sociedad. El teatro y la literatura históricamente lo han hecho, denunciando lo que debía ser enjuiciado y celebrando aquello conseguido con tanto esfuerzo y/o sacrificio, y a veces hasta ha sido crudo testimonio de tiempos atroces. Ejemplos sobran: el teatro político de Bertolt Brecht e Irwin Piscator, las obras de Jean Paul Sartre, las novelas y los artículos de Émile Zola, las novelas de Aleksandr Solzhenitsyn, la poesía de Miguel Hernández y de Dámaso Alonso, etc.
Y es que cuando hay cosas que son difíciles de decir para una sociedad ésta recurre al arte. Sellars, que afirmaba que «en el parlamento se puede decir cualquier cosa pero en el teatro si mientes se nota», creó para la Triennale del Ruhr en 2002 un excepcional espectáculo -que pudimos ver en Barcelona en 2004- partiendo de Los Heráclidas de Eurípides donde sentaba con los actores en el escenario a desplazados reales que interaccionaban con ellos aportando su testimonio personal junto con un coro de niños emigrantes que residían en la ciudad condal, un maridaje teatral de categoría que conseguía el director estadounidense mediante la combinación de realidad y lenguaje poético.
Contrariamente a la línea de Sellars, nuestra confortable y opulenta sociedad occidental, donde las guerras las vemos en tiempo real en las noticias de la televisión al tiempo que comemos o cenamos, ha conseguido, frente a tanto drama humano y tan continuado, vacunarnos e insensibilizarnos ante tamaño e inaceptable dolor, una aflicción marcada a sangre y fuego en el rostro de los desplazados y refugiados.
Gracias a la dramática instantánea capturada por el fotógrafo Daniel Etter publicada en The New York Times conocimos mundialmente el dolor de Laith Majid abrazado a uno de sus dos hijos al llegar finalmente a las costas griegas, después de una agónica y sobrecogedora travesía, junto a otros 8 refugiados, en una balsa de plástico destinada a albergar a sólo 3 personas. La historia de Laith Majid es, desgraciadamente, una de las muchas protagonizadas por los refugiados sirios que, huyendo de la guerra y del ISIS, tratan cada día de llegar a Europa en busca de asilo y, en definitiva, de la mera supervivencia.
En los países de la Unión Europea acogemos a los refugiados sirios que llegan a nuestras fronteras, pero no pensemos que es la mayor parte, puesto que el drama sirio es de unas proporciones desmesuradas. La capacidad de acogida de los países vecinos está desbordada y ello obliga a cientos de miles de personas a realizar peligrosas travesías del Mediterráneo en un intento por llegar a Europa, nuestra solidaria y democrática Europa, como el caso antes citado de Laith Majid. Una Europa anhelada por muchos y de la que, incomprensiblemente, unos pocos regionalistas se quieren salir.
ACNUR nos informa que hay registrados 4.180.631 refugiados sirios en los países vecinos: 2.1 millones en Egipto, Irak, Jordania y Líbano, 1.9 millones en Turquía y 26.700 en el Norte de África. Además, la cifra total de refugiados aumenta hasta los 7.5 millones si contamos los desplazados internos dentro del país.
Entre el total de desplazados y refugiados se encuentran más de un millón de niños sirios que siguen siendo las principales víctimas de una guerra que ya ha durado un lustro. Los que transitan hacia países vecinos o hacia la Unión, lo hacen acompañados por sus familias pero, frecuentemente, el trayecto y las difíciles circunstancias del viaje les separan de sus padres. Los que se convierten en desplazados internos son también altamente vulnerables puesto que han sufrido los horrores de la guerra y viven lejos de sus casas, de sus amigos, sin poder ir a la escuela, sin acceso a la sanidad y a otros servicios básicos y, en muchos casos, sin algunos o sin la totalidad de sus seres queridos.
UNICEF nos advierte que si este conflicto no acaba ya, puede significar la pérdida de toda una generación de niños sirios, con consecuencias devastadoras para el futuro de su país. Estos niños, usando la metáfora de Peter Sellars, se convierten en los enésimos hijos de Hércules de un mundo muy cercano a nuestros países y donde reina el caos y la violencia, y en relación a esto se debe añadir un dato espeluznante: más de la mitad de la población refugiada que hay en el mundo son niños.
Pero no sólo los menores sufren estos horrores. Sus adultos también se han convertido en los hijos de Hércules. A día de hoy, cientos de miles de refugiados transitan desesperadamente Europa desde las playas del sur hacia el centro y el norte en busca de solidaridad, solidaridad que se resume en la necesidad perentoria de comida, atención médica y cobijo, y en la posterior de asilo y trabajo. Pero muchos no llegarán porque arrastran la inminente llegada del invierno con sus lluvias, el frío y la nieve.
Miles morirán de hipotermia y de enfermedades este invierno, especialmente los más pequeños y los más mayores, si los europeos no actuamos pronto, si estamos más preocupados por el cierre y el control militarizado de nuestras fronteras que por ofrecer ayuda humanitaria a las personas huidas de los horrores de la guerra.
En 1985 se firmó el Acuerdo de Schengen entre los Estados de la Unión Europea mediante el que acordaban la creación de un espacio común cuyos objetivos fundamentales eran la supresión de fronteras entre estos países, la seguridad, la inmigración y la libre circulación de personas, tratado al que se añadió España con posterioridad.
Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1994, en un reciente artículo de título ¡Larga vida a Schengen!, en coautoría con Antonio Vitorino, nos advertía que si bien es cierto que las reglas de Schengen autorizan el restablecimiento provisional de la vigilancia de las fronteras nacionales en caso de crisis, a nadie le interesa que una situación así se prolongue, dados los costes que entraña y que el regreso a las fronteras nacionales no es, desde luego, la solución a esta crisis. Y añade que la política de la Unión Europea respecto a los refugiados debe ser muy clara: que son víctimas y no una amenaza.
El espíritu de este posicionamiento de Delors entronca directamente con el preámbulo del Tratado de la Constitución Europea de 2004, que remarca que ésta se da «INSPIRÁNDOSE en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho; y CONVENCIDOS de que Europa, ahora reunida tras dolorosas experiencias, se propone avanzar por la senda de la civilización, el progreso y la prosperidad por el bien de todos sus habitantes, sin olvidar a los más débiles y desfavorecidos; de que quiere seguir siendo un continente abierto a la cultura, al saber y al progreso social; de que desea ahondar en el carácter democrático y transparente de su vida pública y obrar en pro de la paz, la justicia y la solidaridad en el mundo».
Valga decir que este tratado no se aprobó en referéndum por todos los países de la Unión –votaron negativamente los ciudadanos de Francia y de los Países Bajos– y fue modificado para acabarse convirtiendo en 2009 en lo que hoy conocemos por Tratado de Lisboa. En este último, sí aprobado, se mantuvieron gran parte de las intenciones del Preámbulo del tratado anterior. Contrariamente a la opinión de Delors, hay voces que quieren limitar la libre circulación y reforzar las fronteras, especialmente para el control de la inmigración, como quedó patente en las palabras de David Cameron, verdadero antagonista delorsiano, días antes del execrable atentado múltiple de París que ha conmocionado al mundo entero. Este ominoso y abyecto atentado ha recrudecido las voces antieuropeístas y las de la xenofobia, pero también se ha extendido el debate al resto del mundo occidental: 21 gobernadores en EE.UU. se niegan a aceptar a refugiados sirios en sus Estados y a cualquiera que profese la religión musulmana por temor a abrir sus fronteras a potenciales terroristas, a pesar de la oposición del presidente Obama frente a estas actitudes racistas e injustificadas.
Evidentemente que hay que luchar contra el terrorismo con todas las herramientas al alcance de los Estados pero cerrar las fronteras a los necesitados por temor a que algún integrista radical pueda atravesarlas aprovechando la desgracia ajena es, en definitiva, ceder al imperio del terror y al chantaje del miedo.
Jamás hay que confundir el todo con sus partes así como jamás hay que confundir a un pueblo con sus gobernantes, y mucho menos hay que confundir a las víctimas con sus verdugos. Los refugiados sirios son víctimas, son los enésimos hijos de Hércules, y es necesario recordar a Europa y al mundo entero que hoy ellos son los damnificados pero mañana puede serlo cualquiera de nosotros, porque en definitiva todos somos en potencia hijos de Hércules. Hay que recordar que en España y en Europa muchos de nuestros abuelos fueron, a su pesar, hijos de Hércules en una época no tan lejana de guerras y violencia, época que una vez superada, dio paso a la Unión Europea cuyo principal motivo fundacional no fue el libre comercio sino asentar mediante un proyecto común las bases necesarias de paz, fraternidad y convivencia para evitar que esos horrores y atrocidades nunca se volvieran a repetir en nuestro continente y que ningún europeo volviera a ser jamás un hijo de Hércules.
Si consideramos nuestra democracia avanzada, creo que todos los ciudadanos debemos apostar decididamente por un modelo de Europa que se parezca más a la Atenas que dio asilo y protegió a los heraclidas que a la Argos que los perseguía y reclamaba con abyectos fines, puesto que si no es así nuestra Unión y los valores democráticos que la sustentan quedarían deslegitimados y perderían su razón de ser. Mientras el egoísmo no haga mella y nos siga uniendo lo que ahora nos une, Europa seguirá siendo cuna de valores universales, de derechos fundamentales, de libertades, de progreso y de prosperidad.