Me dicen algunos buenos amigos que utilizar el concepto burguesía es tan anacrónico como desfasado. Uno, que es animal de costumbres, opina que por más que hagamos juegos semánticos la realidad es tozuda. Así que, con su permiso, me dispongo a explicarles que esa casta dirigente, que juega en la ambigüedad política (entre el nacionalismo y la derecha amable), no ha variado un ápice sus usos y costumbres ancestrales.
Me explico: una de las singularidades de la clase dirigente catalana es el perdón recíproco; dicho de forma simple, el cuidarse las vergüenzas unos a otros y protegerse para evitar problemas allende su círculo de influencia. Así, a nadie le extraña que cuando alguno de sus miembros, por más insigne y destacado que resulte, transgrede alguna de las normas básicas de convivencia se corra un tupido velo que enmascare lo acontecido y deje a salvaguarda tanto al autor de la fechoría como a los afectados por ella.
Así pasó en tiempos memorables cuando Javier de la Rosa irrumpió en algunos de esos círculos y fue capaz, por ejemplo, de seducir al jefe político de la tribu que lo convirtió, por arte de birlibirloque, en el empresario modélico del grupo. Otro tanto sucedió cuando dos poderosas familias del mundo del cava se tiraron las burbujas a la cabeza confesando, unas y otras, que habían incumplido las reglas de la elaboración del producto y, en consecuencia, estafado al consumidor final. Fueron algunas muestras, pero ni las únicas ni las más destacadas.
Justamente eso es lo que da una fuerza particular, una cohesión impropia en Madrid, al grupúsculo dirigente de la Catalunya contemporánea. Ni políticos, ni empresarios, ni altos profesionales, por más que se critiquen entre sí, por más que abominen en privado uno del otro, jamás se pisan la manguera. En romano paladín, es inusual que ninguno de ellos atente contra los intereses del grupo en público. Tienen sus medios de comunicación perfectamente domesticados, juegan al reparto indulgente de prebendas y, en última instancia, tapan sus veleidades con cuidado extremo. Le llaman “el oasis catalán”, como metáfora de la paz que se respira internamente, pero podía llamarse “el lodo catalán” y les aseguró que lo describiría con idéntica exactitud.
El último de estos casos que afecta al grupo es el protagonizado por Josep Maria Xercavins, de quien respetamos su presunción de inocencia como premisa básica antes de realizar cualquier análisis. El directivo de la inmobiliaria Metrópolis, con un largo, complejo, polémico y judicializado historial, es el hombre que ha hecho ganar mucho dinero a una parte importante de esa burguesía dirigente. Ahí están, entre otros, los dueños de Nutrexpa; del despacho de abogados más influyente de la ciudad (con perdón de Miquel Roca), propiedad de Emilio Cuatrecasas; el hotelero-egiptólogo Jordi Clos; el publicista Lluís Bassat; los acaudalados miembros de la familia Godia; y hasta el antiguo industrial farmacéutico Antoni Vila Casas.
Pero, con independencia de la rentabilidad que Xercavins ha proporcionado a sus socios en Metrópolis, el ejecutivo ha cometido un pequeño (o grande, el adjetivo es libre) despiste en los fondos de la compañía: 2,2 millones de euros. De ellos 1,6 pertenecen a la matriz y el resto a sociedades vinculadas. Se trataba de comisiones por operaciones teóricamente mal consignadas y algo similar ha sucedido con los gastos, que en virtud del contrato que les unía, había anotado como propios de la actividad de Metrópolis y no como salario o retribución variable acordada.
El asunto, que ha sido objeto de una auditoría en la inmobiliaria y que ha acabado con la devolución de esos fondos por parte del propio Xercavins, no tendría más importancia si no fuera por el historial que acompaña al ejecutivo y que ensució su hoja de servicios en los tiempos en los que ejerció de director regional de Banesto a las órdenes de Mario Conde. Es más, el asunto no hubiera trascendido, porque una de las cosas más dolorosas para la burguesía catalana es admitir, y más en público, que alguien les ha podido levantar la camisa, presuntamente, por supuesto.
Nadie del grupo quiere aparecer como el más tonto de la fiesta. De ahí que aunque el tema ha generado un interés lógico entre los afectados, sus acólitos y los que rodean al grupo, nadie se atreva a elevarlo a público. No ha habido más notario que Economía Digital para explicar lo acontecido, aún a riesgo de granjearnos algunas enemistades y no pocos reproches.
El silencio de la burguesía catalana es como dirían esos italianos que no queremos como primos, una auténtica “omertá”. No es el primer caso ni el último. Vean sino lo acontecido en Can Barça durante la gestión de Joan Laporta y como la nueva junta directiva tapa, con arena fina, una gestión reprobable y demasiado próxima al clientelismo.
Son apenas los casos que ven la luz. La mayoría duermen el sueño de los justos: el silencio de unos medios de comunicación que serán brillantes y entretenidos, pero no independientes. Medios en los que una nota de prensa puede manipularse hasta la saciedad o hasta cambiar su sentido primigenio. Unos medios de comunicación en los que la verdad, la fiscalización de los poderes, sean políticos y/o económicos, ha dejado paso a la pura supervivencia. Y en ese escenario, la ciudadanía y el papel original de la prensa dejan de ser los que le dieron carta de naturaleza y la consagraron en las constituciones de todo el mundo occidental como un elemento defensor y garante de derechos fundamentales.
Lo de Xercavins no deja de ser una anécdota, pero suficientemente ilustrativa de cómo el silencio, la connivencia y las malas prácticas comunicacionales son ya una especie de modus operandi comúnmente aceptado. Vamos, una categoría final.
No somos adalides de ninguna verdad revelada, pero en nuestro ADN periodístico está la lucha por la transparencia y el darle sonido a ese silencio del que les hablaba al principio. Así que ayúdennos a realizar nuestro trabajo y no se extrañen si, en ocasiones, ponemos los puntos sobre las íes. Guste o no, ese es nuestro proyecto editorial, nuestro espacio comunicacional y lo lucharemos con la firmeza, voluntad y descaro de un adolescente.