Los déficits de la derecha española

No es cierto que la derecha en España –entendida por tal la que representa el Partido Popular y Ciudadanos– registre carencias democráticas pese a la desafortunada coyuntura de su entendimiento municipal y autonómico con el extremismo del que es referente Vox. Porque la nueva organización que preside Santiago Abascal, asumiendo postulados ideológicos reaccionarios, tampoco es homologable a las derechas iliberales y nacionalistas como las que ahora hegemonizan la política en Italia, Hungría, Polonia, y más allá del Atlántico, Trump en los Estados Unidos o Bolsonaro en Brasil.

La ultraderecha en España es integrista y reverbera el país oscuro de Gutiérrez Solana y el tenebrismo de las tradiciones sempiternas que mezclan el anacronismo idiosincrático y lo confesional como una esencialidad de lo hispano. Vox es un fenómeno mucho más reactivo que proactivo y, como tal, de naturaleza probablemente fugaz. El futuro recorrido de la derecha en nuestro país no transita por el discurso autoritario sino por el del moderantismo.

Sin embargo, causa alguna perplejidad la regresión de la derecha en la comprensión política de una España que, en profunda y constante transformación en los últimos años, se ha institucionalizado en una pluralidad territorial de naturaleza irreversible. La práctica desaparición en el Congreso de representantes del Partido Popular en las circunscripciones vasca y catalana y la impotencia de Ciudadanos en su implantación en comunidades como la propia Euskadi o Galicia –y la recesión que se prevé de su potencia en Cataluña– se explicaría tanto por su reacción defensiva a los excesos de los nacionalismos que han protagonizado graves deslealtades al sistema constitucional como por una seria falta de empatía con sociedades con una especial identidad que las singulariza hasta el punto de difuminar sus vínculos de pertenencia nacional a España.

La combinación de los nacionalismos vasco y catalán –distintos y distantes pero convergentes en acrecentar factores de singularidad colectiva excluyentes– con el distanciamiento de la izquierda tradicional respecto de valores como los de la familia y la nación a favor de las llamadas políticas de identidad, no ha sido eficazmente combatida por la derecha allí donde esos planteamientos se han sembrado con más persistencia y, a lo que se ve, con mayor éxito.

La derecha requiere un relato de España que no la recluya en las mesetas del país ni la enlace con los planteamientos más endogámicos del entendimiento de lo español. O en otras palabras: mientras el conservadurismo y el liberalismo españoles del siglo XXI han superado por completo la cuestión militar y la confesional, siguen sin reformular plenamente la territorial persistiendo en el lamento noventayochista. 

Quizá la clave consista en considerar que las pulsiones centrífugas que desde hace siglos (al menos desde finales del XIX) se registran en Cataluña y País Vasco deben entenderse, más que como anomalías, como circunstancias determinantes de la entidad de la propia España. La introducción en la Constitución de la compatibilidad de la nación española con unas innominadas nacionalidades, representa el mayor (y quizá, también el mejor) esfuerzo de comprensión de la esencia plural de nuestro país.

Esa dualidad, de perfiles jurídicos difusos, tendría que ser abrazada por la derecha con una disposición optimista. Y este es el quid de la cuestión: la antropología política pesimista de España que practica la derecha desde el primer tercio del siglo pasado y cuyos coletazos intelectuales persisten en sus pensadores y, sobre todo, en el núcleo duro de los electorados de las opciones de ese registro ideológico.

Los partidos de la derecha española tendrían que preguntarse porque –no en Galicia– los nacionalismos vasco y catalán conservadores han desplazado sus opciones en tanto que las expresiones izquierdistas de esos mismos movimientos no han expropiado a la izquierda española, sea ésta la que representa el PSOE e, incluso, la de Unidas Podemos. Es verdad que existe una inercia histórica no superada que persiste en establecer nexos legatarios entre el franquismo y la derecha democrática, lo que explicaría en parte la actual situación.

Pero tal condicionamiento en el imaginario colectivo no es suficiente para explicar el déficit de entendimiento de la pluralidad territorial que la derecha debería reescribir con originalidad y amplitud haciendo compatibles pertenencias diversas. Ese es, creo, su reto más perentorio porque la circunstancia de España menos elaborada y cíclicamente más conflictiva es la territorial, de Cataluña y País Vasco, espacios electorales y simbólicos en los que la derecha española está considerada mayoritariamente como ajena, extraña y, como consecuencia, irrelevante.