Los cuatro errores más graves de Susana Díaz que podrían repetir Rajoy y Pedro Sánchez

Sólo desde la desesperación más absoluta o desde la prepotencia más absurda, o quizás desde las dos cosas a la vez, puede entenderse la cadena de errores cometidos por la candidata socialista a la presidencia de la Junta de Andalucía, Susana Díaz. A mi juicio, éstos son los más destacados, sin orden de importancia ni cronológico ni de ningún otro tipo.

El primero, su incapacidad para entender que estamos en un tiempo nuevo desde el punto de vista político. Que los partidos emergentes que han generado un fraccionamiento de la cámara autonómica y obligan a una nueva cultura, y que previsiblemente seguirán fragmentando la representación de los electores en los próximos comicios, han llegado para quedarse. No son la pesadilla de una noche de verano, sino la expresión de un malestar ciudadano muy crítico con la política dominante en los últimos años. Hay que escucharles y aprender a pactar con ellos.

El segundo, una falta de autocrítica que la empuja con demasiada frecuencia a la incoherencia. Acusar hoy al resto de partidos de empujar a Andalucía hacia la inestabilidad, olvidando que fue ella la que decidió disolver un gobierno estable y con una mayoría confortable, contiene una dosis no despreciable de cinismo. Su apuesta al convocar elecciones anticipadas en Andalucía, en la que mezclaba intereses personales y políticos, fue legítima pero ahora le toca a ella gestionar, y resolver los resultados de esa decisión, no a sus rivales.

El tercero, la frivolidad, un pecado demasiado generalizado. Que la candidata esté haciendo guiños para una posible reforma electoral, cuando su único objetivo es ocupar de pleno derecho, y no en funciones, el sillón de la presidencia andaluza, es jugar con fuego. El sistema electoral español tiene un modelo perfectamente homologable y con bastantes más virtudes que defectos (pensemos en la distorsión del voto que se ha provocado en las recientes elecciones en el Reino Unido). El gobierno lo consigue el que logra forjar una mayoría, no el más votado. Para eso, de nuevo, hay que dialogar y pactar. Y no parecen éstas las asignaturas preferidas de la aspirante Díaz. Si la candidata se defiende pidiendo que no se tergiverse la voluntad de los andaluces, debería escuchar también a los que no la han votado, que son la mayoría.

Si se quiere cambiar en serio una ley electoral, porque cambian los tiempos, se advierten defectos a subsanar, o lo que sea, saquemos ese proceso de las urgencias que provocan los procesos electorales, busquemos expertos que nos ayuden y el máximo consenso y démonos todo el tiempo necesario. No lo convirtamos en un nuevo cambalache.

El cuarto, una ambición y soberbia desmedidas, poco apoyadas en un currículum o habilidades demostradas previamente. ¿Cómo, si no, se explican sus últimos disparates? A saber: llamar a una tercera votación de investidura sin tener ni una sola esperanza de que el voto negativo de alguno de los partidos de la oposición pudiera cambiar; llamar personalmente a Rajoy, Rivera y Pablo Iglesias para pedirles responsabilidad, sin conseguir nada salvo encorajinar a los líderes locales de esas formaciones, que se han sentido puenteados; bordear la descortesía más absoluta, o la mala educación más notoria, al irse a Asturias cuando Pedro Sánchez, el secretario general de su partido, iba a Andalucía a apoyar la campaña municipal de los socialistas…

Desde luego, si Susana Díaz soñaba con ser realmente la alternativa a Pedro Sánchez y la candidata del PSOE a la presidencia del Gobierno español, la lista de fracasos que ha encadenado la inhabilita. Si ha sido incapaz de conseguir la abstención de un par de grupos en Andalucía, tras 3 votaciones, otras tareas parece que le vendrían demasiado grandes.

De los errores mencionados, el más compartido con otros líderes políticos es seguramente el primero, aunque los otros no les son ajenos. Que las expectativas de C’s, Podemos u otros funcionen más o menos al alza o a la baja, no debería distraerles de entender que, si las siglas pueden ser efímeras, el malestar y el desencanto que infla sus velas es profundo y duradero y es el que nos ha traído a esta situación en la que algunas instituciones serán muy difícilmente gobernables.

La solución evidentemente no puede ser aplicarles una ley ad hoc que mantenga un poco más el status quo actual. Hay que comprender las causas del desencanto social y actuar sobre ellas. Mientras tanto, sólo queda una: dialogar, pactar, crear una nueva cultura en la que el poder va a tener que ser más compartido y explicado.