Los auténticos decadentes

Sostiene Fernando Ónega que todos los debates políticos son falsos porque el poder exagera sus merecimientos y la oposición agranda los desperfectos. Quizá tenga razón. Si fuera así, el celebrado esta pasada semana bajo el pomposo, a la vista de lo tratado, título de «debate sobre el estado de la Nación» debería figurar sin duda en lo más alto de la clasificación de debates parlamentarios ficticios. Así lo refleja cruelmente el gubernamental Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).

Apenas el 35% de los españoles cree que estos debates son interesantes y sólo el 24% considera que se abordan los problemas que de verdad preocupan a los españoles. De hecho, nada más que un 4% vio que se trataban los asuntos cruciales del país y casi un 90% dijo que predominaban los reproches, acusaciones… Y eso en un momento de grave crisis política y social, con un actor nuevo al frente de la oposición, lo dice todo sobre la poca importancia que los ciudadanos vieron en lo que allí se abordó respecto de sus dificultades en el día a día.

Ninguna nueva idea en el estado de la Nación, ninguna ambición hacia un país que espera poco y va camino de no esperar nada

Esa distancia, esa ruptura, que ya señalaba Ortega y Gasset entre la España oficial y la real no debe extrañarnos una vez visto el llamado debate. Por eso, si sumamos el porcentaje de los que creen que Rajoy ganó (un 21%) y el de los que piensan que el vencedor fue Pedro Sánchez (22%) obtenemos la cifra más baja de toda la serie histórica que se conoce desde el 2003. Hay hasta un 37% que opina que no ganó nadie el debate. Suspenso general, o casi.

Un debate, en suma, tan falso como el protagonismo que se atribuyeron sus protagonistas, ya que los dos fenómenos políticos más emergentes que sondeo tras sondeo viene reflejando el propio CIS, Podemos y Ciudadanos, quedaban fuera del hemiciclo. Las fuerzas a las que más de una tercera parte de la ciudadanía afirma que votaría no estaban. Las sesiones quedaban cojas desde un principio y así era muy difícil conseguir la atención de la ciudadanía.

De esta manera, los actores sólo podían darse a la sobreactuación para captar el interés de unos espectadores que tienden últimamente a darles la espalda. Y a ello se esforzaron un presidente en sus horas más bajas de popularidad, un líder de la oposición nuevo y más preocupado por la reacción de su bancada que por la receptividad entre la gente de sus planteamientos, un Duran desautorizado por su propio grupo unos días antes y cuyo futuro en la política catalana es una absoluta incógnita, un diputado de ERC que sólo apuesta por la separación de España y al que en teoría lo que allí se decía le importaba un pimiento, el dirigente de una izquierda más plural (en exceso) que unida y una Rosa Díez en horas bajas y viendo las orejas al lobo de la prejubilación.

Sus idas y venidas retóricas, sus papeles prefabricados y para algunos prescritos, sus miradas en busca de cariño o compasión hacia unos correligionarios que les ven con la misma lealtad que un niño hacia sus caprichos me recordaron la frase que dice Jep Gambardella (personaje protagonista de La gran belleza al que interpreta el buen actor Toni Servillo): «me gustan los trenecitos de mis fiestas porque no llevan a ninguna parte». Pues exactamente eso.

Ninguna nueva idea, ninguna ambición hacia un país que ya espera poco y va camino de no esperar nada, puro descrédito al que la actitud de la vicepresidenta de la Cámara jugando al Candy crush ya apenas añade una brizna más, estómagos agradecidos que se divierten en ejercicios de autobombo en la confianza de que el líder les tenga en cuenta para próximos ejercicios… Yo les miraba y, sin saber bien por qué, me vino a la cabeza el nombre del grupo de músicos rioplatenses Los auténticos decadentes y ya no le di más vueltas al titular de este artículo.