Los ángeles que llevamos dentro (o no)
Hay un debate sobre si las sociedades occidentales y finalmente mundiales llevan siglos pacificándose o no
En años recientes se ha producido un debate interesante sobre la violencia y su evolución histórica: hay más, hay menos, se puede atribuir a la revolución neolítica, al Estado, al capitalismo, al imperialismo, al colonialismo, al socialismo, es motor -partera- decía Marx- de la historia, es un factor de igualdad en las sociedades, es el fin inevitable de nuestra historia tras la invención de las armas nucleares…
Al debate han contribuido figuras como Steven Pinker, Jared Diamond, Ian Morris, John Gray, Pieter Spierenburg o Walter Scheidel; y ha tenido momentos de cierta virulencia -un debate, por así decirlo, performativo-, sobre todo tras la publicación de ‘The better angels of our nature’ de Pinker.
Gran parte de la discrepancia se centraba en los datos y en una cuestión central: si las sociedades occidentales y finalmente mundiales llevan siglos pacificándose o no. Los “datos”, con todas las cautelas, apuntan en esa dirección para la violencia intrasocial en Occidente desde aproximadamente el siglo XII: es decir, desde que estados o proto-estados nacionales se empiezan a arrogar su monopolio.
Respecto a las guerras, la cuestión es más complicada, porque las estimaciones son inevitablemente incompletas y dudosas. Por un lado, porque, desde el punto de vista de los registros, no es lo mismo hablar de la Guerra Civil española o la guerra de Yugoslavia que de la revolución Taiping, la conquista de Irlanda por Cromwell o esa oscura e hipotética guerra africana a la que se refiere Kundera a comienzo de ‘La insoportable levedad del ser’; no digamos ya la guerra en sociedades neolíticas. Pero también porque a veces es igual de difícil ponerse de acuerdo en torno a guerras recientes o incluso en curso, dada la competencia de narrativas nacionales o ideológicas.
Casi más interesante que el mero debate sobre cifras es otro de carácter más bien filosófico: ¿cuánto pesa cada muerte? Porque el argumento de los defensores de la pacificación descansa en una asunción: que el dato relevante es el porcentaje de muertes. Como es evidente, si contamos cifras absolutas, las grandes matanzas del siglo XX no admiten parangón, y empequeñecen tanto las guerras de imperios orientales como las de los estados modernos europeos previas al Congreso de Viena.
¿Pero a qué porcentaje de la población tocaron? Las guerras contemporáneas afectan a una parte sustancialmente menor de la población, incluso cuando se trata de “guerras totales” con bombardeos y ataques a población civil. Mientras que en muchas sociedades tribales la violencia era/es endémica, constante tanto intragrupo como entre grupos y tribus, y sobre porcentajes desmesurados… de unas poblaciones reducidísimas.
Por ejemplo, como señalaba Lawrence Keeley en su estudio sobre la guerra previa al umbral del Estado, para que el porcentaje se aproximase al que estima para una sociedad típica de cazadores-recolectores (0,5% anual), las cifras, ya desmesuradas, de muertos en conflicto hubieran debido dispararse hasta los 2000 millones.
Sin ir tan lejos, la Guerra de los Treinta Años, luchada fundamentalmente por tropas mercenarias con un control variable pero nunca completo por parte de los gobiernos, hubiera tenido también, en términos porcentuales, efectos más devastadores para la población centroeuropea que las dos guerras mundiales.
Las sociedades occidentales son menos violentas hacia dentro, pero además han ido aboliendo cualquier práctica oficial que violente el cuerpo humano -o sustituyéndolas, diría un foucaultiano, por otras modalidades de represión y vigilancia
Pero… ¿puede plantearse siquiera la comparación? ¿Es posible hacer un cálculo de la cantidad de dolor producido por, digamos, una escaramuza entre tribus de Papúa, aunque una de ellas sea exterminada, y la Guerra del Pacífico? No lo prejuzgo, pero la pregunta no es irrelevante.
Además, el argumento pacificador se hace necesariamente deudor de la demografía, porque se diría que lo sustancial no es tanto la capacidad de ejercer la violencia cuanto el enorme crecimiento poblacional del mundo desde hace 200 años. De hecho, el crecimiento de la guerra hasta la guerra de masas del siglo XX va parejo al crecimiento demográfico, aunque no pueda alcanzarlo. Antes del período revolucionario, la guerra entre estados era, por así decirlo, endémica también en la Europa moderna. No obstante, durante buena parte del período estuvo limitada y casi se podría decir -de hecho, Keeley lo hace- ritualizada.
De ahí el impacto de las atrocidades, reales o supuestas, cuando los europeos empezaron a entrar en contacto con sociedades tribales americanas, asiáticas o africanas, cuyo ethos guerrero y sus costumbres sobre el trato a prisioneros eran muy distintos. Lo que nos lleva a otra cuestión: la crueldad.
Las sociedades occidentales son menos violentas hacia dentro, pero además han ido aboliendo cualquier práctica oficial que violente el cuerpo humano -o sustituyéndolas, diría un foucaultiano, por otras modalidades de represión y vigilancia. En el cómputo total de la violencia, esta reducción del miedo y la crueldad -a la que Judith Shklar se refiere como característica de una sociedad liberal- no puede no tenerse en cuenta.
Ante la posibilidad de la guerra atómica, revivida en Ucrania, el argumento pacificador encuentra su límite insalvable: qué sucederá con nosotros en una futura guerra total que se desarrolle en la frontera tecnológica
Ahora bien, cuando los soldados de Kitchener plantan sus ametralladoras Maxim en Omdurman y exterminan al ejército de derviches del Mahdi como si segasen el trigo, hasta un imperialista convencido como Churchill sale asqueado de campo de batalla. Asqueado, ante todo, por la asimetría.
Y ante la posibilidad de la guerra atómica, revivida en Ucrania, el argumento pacificador encuentra su límite insalvable: a saber, qué sucederá con nosotros en una futura guerra total que se desarrolle en la frontera tecnológica. La Destrucción Mutua Asegurada incluía, claro, la cláusula “asegurada”.
Hoy con el realismo que conocemos desde el latino para bellum los países europeos se replantean su política militar, o su falta de ella. Hillaire Belloc, famoso antimoderno, le dedicó a la Maxim un verso que ironiza sobre la “misión del hombre blanco”: quizás tan sólo sucede que …we have got / the Maxim gun, and they have not.
Ahora, tanto tiempo después, hay que caminar por la delgada línea entre la Maxim -la superioridad convencional- y el juego imposible de la guerra atómica, donde nadie tiene asegurado no acabar siendo el derviche, y donde los ángeles de nuestra naturaleza no se aventuran.