Los 46 agravios de Puigdemont para pactar la ruptura
«No tenemos, Señor, la pretensión de debilitar, ni mucho menos atacar la gloriosa unidad de la patria española; antes por el contrario, deseamos fortificarla y consolidarla; pero entendemos que para lograrlo no es buen camino ahogar y destruir la vida regional para substituirla por la del centro, sino que creemos que lo conveniente al par que justo, es dar expansión, desarrollo y vida espontánea y libre a las diversas provincias de España para que de todas partes de la península salga la gloria y la grandeza de la nación española…».
Así empieza el documento, dirigido a Alfonso XII y que le fue entregado el día 11 de enero de 1885, cuyo título no deja lugar a dudas, Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña, aunque después todo el mundo lo denominaría Memorial de Greuges.
El Centre Català, el primer partido catalanista, había convocado con anterioridad un acto en la Lonja barcelonesa para denunciar la amenaza de la firma de un convenio comercial entre España e Inglaterra y los intentos de unificación del derecho civil.
En ese acto participaron organizaciones económicas de la burguesía catalana (Fomento de la Producción Nacional, Instituto del Fomento del Trabajo Nacional, etc.) y destacadas instituciones culturales del país (Consistorio de los Juegos Florales), y de ahí salió la idea de elaborar el documento, cuyo redactor fue el antiguo prócer federal Valentí Almirall.
Ese manifiesto es considerado el primer documento programático del catalanismo político y marcó una manera de relacionarse con el Estado que duró hasta el 9N de 2014. 129 años de pactismo que se acabaron, precisamente, con el 129 Presidente de la Generalitat de Catalunya.
Digo pactismo a pesar de que en 1885 el documento catalanista fue recibido en Madrid como la más alta expresión del separatismo catalán. De nada sirvieron las españolísimas palabras de Marià Maspons i Labrós, antiguo diputado del Partido Liberal Conservador de Cánovas del Castillo, en el acto de entrega de dicha Memoria: «No tenemos, Señor, la pretensión de debilitar, ni mucho menos atacar la gloriosa unidad de la patria española; antes por el contrario, deseamos fortificarla y consolidarla: pero entendemos que para lograrlo no es buen camino ahogar y destruir la vida regional para substituirla por la del centro, sino que creemos que lo conveniente al par que justo, es dar expansión, desarrollo y vida espontánea y libre a las diversas provincias de España para que de todas partes de la península salga la gloria y la grandeza de la nación española».
¿Y qué es lo que pedían los catalanistas en 1885? Pues nada del otro mundo: «Lo que nosotros deseamos, Señor, es que en España se implante un sistema regional adecuado a las condiciones actuales de ella y parecido a alguno de los que se siguen en los gloriosísimos Imperios de Austria-Hungría y Alemania, y en el Reino Unido de la Gran Bretaña, sistema ya seguido en España en los días de nuestra grandeza.». Para el Madrid oficial eso era inasumible. Y lo siguió siendo durante muchos años.
Pero, como digo, 129 años después de aquellos hechos, el 129 Presidente de la Generalitat dio un vuelco al tradicional pactismo del catalanismo histórico para abrazar sin complejos, aunque haya aún quien lo dude, el soberanismo. Antes de dar este giro, cuya trascendencia sólo se sabrá con el tiempo, no faltaron actos que se inscriben en la misma línea.
¿Se acuerdan de la reunión de empresarios y agentes económicos y sociales que tuvo lugar en IESE la tarde del 27 de marzo de 2007 para reclamar más y mejores infraestructuras para Cataluña? ¿Se acuerdan, también, del acto organizado en el Ateneo Barcelonés el día 31 de enero de 2012, emulando el que tuvo lugar en 1899 para entregar el Mensaje de los Cinco Presidentes a la Reina Regente y reclamarle el concierto económico?
La diferencia entre los dos actos es que en 2012 los presidentes fueron 4 –la quinta entidad ya no existe–, y que junto a los presidentes de las antiguas entidades «burguesas» se sentaron los secretarios generales de UGT y CCOO. Esa es la historia de un diálogo de sordos que no tiene ningún sentido que perdure.
El pasado miércoles, Carles Puigdemont, el 130 Presidente de la Generalitat, se plantó en Madrid en una lluviosa tarde de abril, cuando ya han transcurrido 131 años del Memorial de 1885, 9 del acto de IESE de 2007, 4 del Manifiesto del Ateneo y vamos por el segundo año desde la celebración del proceso participativo del 9N.
Puigdemont fue a Moncloa a reclamar al presidente español en funciones, Mariano Rajoy, una «respuesta política» al mandato del 27S, que tendría que pasar «como mínimo» por convocar un referéndum.
El documento de 46 puntos que el jefe del ejecutivo catalán entregó a Rajoy podría ser considerado más de lo mismo. Pero no lo es. Puigdemont no reclama ni encajes, ni pactos fiscales ni que se construyan las infraestructuras que necesita Cataluña.
El primer epígrafe del documento está dedicado a la relación Catalunya-España y les recuerda a Rajoy, precisamente, que de los comicios del 27S surgió una mayoría favorable a la creación de un nuevo Estado para Cataluña, lo cual confiere «legitimidad a la acción política y parlamentaria de sus representantes» y obliga a los demócratas a «buscar las vías de negociación y diálogo que posibiliten dar salida a las aspiraciones democráticas de la mayoría». Más claro, imposible.
Está bien que por fin Rajoy haya recibido al representante legítimo de los catalanes. Sin embargo, que nadie se engañe, porque el proceso de desconexión de Cataluña está en marcha y es imparable.
Ya no se trata de agravios; de lo que se trata es de ejercer la democracia teniendo en cuenta la voluntad de un pueblo expresada en las urnas y no lo que diga, por ejemplo, la Constitución. Las constituciones en España a menudo han sido prisiones de papel que poco han aportado a la democratización de los gobernantes.