Lo que se decidirá el 20D

Anoche empezó una de las campañas electorales españolas más reñidas y diferentes de los últimos tiempos. Lo es no sólo por la irrupción de Ciudadanos y Podemos, que aspiran a substituir a los partidos nacionalistas catalán y vasco que hasta el momento actuaban de bisagra del bipartidismo clásico que ha dominado en las Cortes desde que se hundió el grupo PCE-PSUC, a raíz de la victoria socialista de 1982.

En esos 33 años, conservadores y socialistas han recurrido a CiU y PNV para sacar adelante un sinfín de leyes y acuerdos en beneficio del ideario del partido de turno, a cambio de conceder a los nacionalistas algunas de sus reivindicaciones históricas. La concesiones eran mayores o menores según fuese la mayoría del partido que accedía al poder.

Ciudadanos, partido que nació para combatir el modelo lingüístico catalán, ahora se inventa su propia historia. Con el tiempo, Rivera fue dándose cuenta de que si quería combatir al nacionalismo catalán debía hacerlo desde Madrid, robándole el protagonismo que había tenido hasta el momento.

Por otro lado, ese sorpasso de Ciudadanos sobre los nacionalistas ya no podía ser como ellos lo habían imaginado, puesto que el pujolismo entró en fase de derribo con la galopante inclinación soberanista de lo que había sido su partido. Artur Mas no es Pujol ni quiere llegar a ser el «Español del Año». Su perspectiva a cambiado.

Podemos, en cambio, responde a otra lógica, muy diferente a la de Ciudadanos, que está ligada al 15M y a las protestas sectoriales que crecieron a la par de la mayor crisis económica desde 1929. Podemos no es un partido obrero clásico, como lo fueron en su día el PSOE y el PCE. Es un partido de cuadros universitarios que se mezclan, por razones ideológicas, con los afectados de verdad por la crisis del Estado del bienestar. A la dirigencia «podemita» la crisis sólo le ha rozado, sin llevarle a la ruina, como sí ha ocurrido con mucha de la gente que les vota. Sin embargo, su calidad de «nuevos» les proporciona alguna ventaja.

A la luz del resultado de las dos últimas elecciones, las municipales y las autonómicas de este año, parece ser que Podemos y Ciudadanos comparten un segmento bastante amplio de electores en algunos barrios de Barcelona. Los mismos que votaron a Ada Colau en mayo, en septiembre se decantaron por Arrimadas.

La coincidencia tiene algo de voto étnico-lingüístico, lo que pone de los nervios a los independentistas, quienes rehúyen la hipótesis, aunque es bastante cierta. La Cataluña pujolista-maragalliana —lo escribo sin maldad—tuvo la extraña habilidad de sortear el conflicto étnico —y por ende lingüístico— precisamente porque impuso pocas cosas desde un punto de vista identitario. La Cataluña mestiza no se convirtió en un problema, fue sencillamente la solución.

La paz social se construyó en Cataluña con la reconstrucción de los barrios marginales de las grandes ciudades y la subsiguiente expansión de los servicios sociales, sin otro requisito que aceptar que todo aquel que vivía y trabajaba en Cataluña era catalán. Fórmula atribuida a Jordi Pujol cuando en verdad era de los comunistas del PSUC.

Pujol le añadió la coletilla «y que quieran serlo», con la intención de recuperar lo del plebiscito diario, la afiliación voluntaria con la nación civil, según la definición clásica de Ernest Renan. La «voluntad de convivir» es, todavía hoy en Cataluña, mucho más importante que la inmersión lingüística.

Asistí a la charla que el candidato de Podemos en Cataluña, Xavier Domènech, dio en la tribuna de Nueva Economía Fórum y quedé pasmado. En los casi sesenta minutos de discurso, subido en un atril inadecuado en uno de los salones del Hotel Palace de Barcelona, Domènech no se refirió en ningún momento al conflicto que tiene en vilo a Cataluña desde por lo menos el 2006, cuando Pascual Maragall logró que se aprobase un nuevo Estatuto de Autonomía que sería barrido por los poderes del Estado en 2010. Su fraseología era la de los tiempos de la III Internacional, con ribetes economicistas y mucho populismo izquierdista. No supo a quien se dirigía ni acertó en lo que dijo.

El lunes que viene será el turno de Albert Rivera, quien en el mismo escenario y subido en el mismo e inadecuado atril, pronunciará su conferencia de campaña. Estoy convencido de que su discurso tampoco se centrará en las obsesiones recurrentes de este joven político desde que, el 7 de junio de 2005, un nutrido grupo de intelectuales presentara en Barcelona el manifiesto Por la creación de un nuevo partido político en Cataluña, origen de Ciudadanos. Quisieron afear la Cataluña «dominada» por ese Ubú rey, según versión de Albert Boadella, que le tenía comido el seso a la mayoría de catalanes. Tampoco se presentará como el martillo de los herejes catalanistas que fue en otros tiempos junto a su inseparable Jordi Cañas.

Ahora, Ciudadanos se presenta como un partido liberal, limpio de polvo y paja, que aspira a sacar tajada de la debilidad de los viejos partidos españoles. De ahí la extravagante idea del todavía eurodiputado Joan Carlos Girauta, a pesar de ser candidato en estas elecciones, al asegurar que su partido es el «heredero del catalanismo político, y no los que han decidido romper con España«, según declaró al programa Converses, de la Cadena COPE, porque «el catalanismo político, en esencia, es la voluntad de liderar España por parte de los catalanes».

¡Inaudito! El catalanismo ha sido algo más que la versión catalana del regeneracionismo de Joaquín Costa. El catalanismo es sinónimo de nacionalismo, como sabemos todos los historiadores, y en Cataluña ese nacionalismo ha sido culturalista y proteccionista. O sea: identitario e industrialista.

Lo cierto es que el 20D ese catalanismo, especialmente el que hasta el 2012 no era secesionista, se presenta a les elecciones españolas en clave estrictamente catalana. Es verdad que Democràcia i Llibertat renuncia de esta manera al papel que durante años ejercieron Miquel Roca i Junyent y Josep Antoni Duran i Lleida, pero en el momento presente eso es «vieja» política, por lo menos en Cataluña.

Después de la soberanización del catalanismo moderado, Francesc Homs no puede hacer otra cosa. Su propósito es negociar en Madrid lo que aún está pendiente, que es, simplemente, la autodeterminación de Cataluña. Homs quiere hacer posible lo imposible. Ya se verá. De momento, a lo que puede aspirar es a representar en Madrid esa «Revolución de las sonrisas» que ni la CUP es capaz de marchitar. En vez de sumarse a la «revolución española» que es lo que apuntan Podemos y Ciudadanos, el catalanismo reivindica la soberanía de la nación catalana. Esa es la cuestión.