Lo que hemos aprendido del 11 de Septiembre de 2001

No se puede tolerar a quien atemoriza, a quien amenaza las libertades, a quien quiere demoler la democracia y destruir nuestra civilización. No se puede tolerar –entender o comprender– al intolerante.

Un combatiente talibán monta guardia en un puesto de control, este martes en la ciudad de Kandahar / EFE

Hemos aprendido que la barbarie terrorista aparece y reaparece y no estamos frente a la rebelión de pueblos subyugados ni ante la revuelta de masas oprimidas. El terrorismo no obedece a la pobreza o a la injusticia como lo demuestra el hecho de que en los países más pobres e injustos del mundo el terrorismo no ha florecido.

Hemos aprendido que el terrorismo es transparente: la barbarie proviene de un fanatismo étnico o religioso que, o bien quiere imponer un orden autoritario y excluyente, o bien quiere destruir la civilización occidental.

Hemos aprendido que el terrorismo es una mística violenta que practica la obediencia ciega y glorifica el martirio frente al enemigo. Que nadie busque la causa, porque la causa no existe. El fanatismo y el terrorismo no son el resultado de un problema, sino que son el problema.

Hemos aprendido que estamos ante una psicopatología endógena que se alimenta a sí misma con el odio. Esa psicopatología –este odio–, repleta de elementos telúricos, va generando una mística violenta (la lucha armada como camino de perfección) y vengadora (la represalia que desagravia a los oprimidos y mártires) que diviniza y ritualiza un comportamiento criminal que llega al extremo de no tener en cuenta los costos, porque el Mal absoluto viene de un Enemigo absoluto que se ha de exterminar a cualquier precio.

Hemos aprendido que se trata de un fenómeno criminal de raíz sectaria, dotado de una particular hybris destructiva, que engendra una subcultura de la violencia que obedece a la llamada de unos dioses, secularizados o no (Patria, Tierra, Pueblo, Antepasados, Dios, Profeta), que se traduce en una singular manera de ser y estar en el mundo. Parafraseando a André Glucksmann: “solo existo en la medida que extermino a los enemigos de mi pueblo o mi religión” (Dostoievski en Manhattan, 2002).

Hemos aprendido que la democracia, vulnerable por su propia naturaleza, debe defenderse frente al terrorismo.

Sí, pero…

Ante el terrorismo, frente a la imposibilidad de lograr la paz o el acuerdo, además de reconocer a los culpables individuales, se rastrean causas e insinúan responsables de facto. Así aparece la teoría del “pero”. Ejemplo: “ustedes no son los culpables del magnicidio, pero algo habrán hecho para que sucediera lo que sucedió”.

Ahí tienen ustedes –hablo de la masacre del 11 de Septiembre de 2001 en Nueva York- a intelectuales como Noam Chomsky, Don Delillo, Jean Baudrillard, Susan Sontag, Juan Goytisolo o John Le Carré que sostienen que el detonante de la furia terrorista hay que buscarla en los Estados Unidos y en la violencia y el racismo institucionales de Occidente.

La literatura del “pero” –expresión de la estulticia occidental: Noam Chomsky, Don Delillo, Jean Baudrillard, Susan Sontag, Juan Goytisolo o John Le Carré son los clásicos de dicho negacionismo o del “buenismo suicida” que teoriza Eduardo Goligorsky (2013) en un artículo del mismo nombre- se empeña en buscar las causas del terrorismo, sataniza a los Estados Unidos –también a la Unión Europea-, no distingue el verdugo de la víctima, confunde el papel de agresor y agredido, tilda de fascista al resistente y de resistente al fascista, no entiende que el terrorismo es un ataque a la sociedad abierta.

Hemos aprendido también que…

Veinte años después de los atentados del 11-S de 2001, hemos aprendido –o estamos en ello: la equidistancia moral tiene sus residuos – que no se puede comprender el Mal ni dar cobertura a la cultura de la impunidad cuando se trata de defender los derechos humanos, la libertad y la democracia.

¿Se puede dialogar con el Mal? ¿Se puede tolerar el Mal? ¿Se puede dialogar con el terrorismo y/o tolerar el terrorismo? No se puede dialogar con quien nos atemoriza, con quien amenaza las libertades, con quien quiere demoler la democracia, con quien quiere destruir nuestra civilización. No se puede negociar con quien no quiere negociar y nos amenaza, con quien quiere nuestra rendición. No se puede negociar con quien usa el “diálogo” para imponer su concepción del mundo y su “verdad”.

Lo que vale para el diálogo, vale también para la tolerancia. No se puede tolerar a quien atemoriza, a quien amenaza las libertades, a quien quiere demoler la democracia y destruir nuestra civilización. No se puede tolerar –entender o comprender– al intolerante.

De la ingenuidad al realismo

La cultura de la paz, responden algunos. ¿De qué están hablando? Unos, se limitan al burdo “No a la Guerra”. Otros, van más allá y se refieren a la solución pacífica del conflicto, la indignación moral y la superación de las dinámicas destructivas.

Pregunta: la educación para la paz –añadan, el diálogo-, ¿sirve para enfrentarse a la amenaza real del terrorismo? La respuesta –veinte años de retórica pacifista no han servido para nada o casi nada- es negativa.

Así las cosas, hay que pasar de la ingenuidad al realismo, o sea, a la cultura de la libertad y la seguridad. Se trata, en síntesis, de ser conscientes del peligro, de aceptar la propia vulnerabilidad ante agresiones y ataques, de entender que la libertad, la seguridad y la paz no son gratuitas.

En el año 2004, Emilio Lamo de Espinosa, en su ensayo Bajo puertas de fuego. El nuevo desorden mundial, sorprendido por la infrarreacción europea ante el atentado del 11-S de 2001, consciente de la incapacidad europea para dotarse de un sistema de seguridad sólido, concluye que la Unión Europea no tiene más remedio que confiar en el protección brindada por el paraguas militar norteamericano.

Veinte años después de la barbarie del 11 de Septiembre de 2001, la Unión Europea todavía no ha aprendido que el terrorismo está ahí y que hay que prepararse para darle una cumplida respuesta. La respuesta: conjugar la fuerza del derecho y el derecho de la fuerza en un marco de gestión multipolar en que Estados Unidos comparta su poder de decisión.

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