Liderazgo y política para un futuro compartido

A la crisis secesionista catalana se le han sumado simultáneamente otras crisis que, aunque no sean exclusivas de España, han generado descontento, hartazgo y una creciente polarización. Crece la percepción de que los espacios para intercambiar reflexiones contrapuestas se han reducido y compartir la vivencia de un “nosotros” con quien piensa diferente se vuelve cada vez más complicado.

La crispación se ha instalado en discursos políticos marcados por lo emotivo y lo identitario. Esto debilita los vínculos de solidaridad, que son los cimientos de cualquier comunidad política. Como nos recuerda Fukuyama en su último ensayo, Identidad, para que una democracia funcione se necesita algo más que una aceptación pasiva. Se requiere el ejercicio de ciertas virtudes y una identidad de destino.

Es en este contexto en el que urge contestar: ¿qué liderazgos políticos necesitamos? ¿Quién va a ser capaz de convocar a los ciudadanos a una tarea común, que les eleve y haga superar sus diferencias? Cuando las instituciones y los andamiajes tradicionales de cualquier sociedad (en nuestro caso, una democracia liberal) son puestos en cuestión, la necesidad de contar con liderazgos serenos que sepan reconducir la crisis se vuelve perentoria. De lo contrario, aparece la tentación autoritaria.

Fukuyama señala que “las democracias no sobrevivirán si los ciudadanos no se sienten, en cierta medida, apegados a las ideas de gobierno constitucional y de igualdad humana por medio de unos sentimientos de orgullo y patriotismo”. Patriotismo y orgullo por pertenecer a una comunidad política concreta.

Sin embargo, en los últimos 40 años, sin duda debido a la memoria de la dictadura, en España se han aceptado con naturalidad los nacionalismos periféricos mientras se ha desconfiado de cualquier acción que pudiera promover un patriotismo español, como si a los españoles no se les permitiera reclamar y apreciar sus vínculos históricos de convivencia. Es un error. El nacionalismo debe ser rechazado, pero necesitamos promover un patriotismo sano.

No es fácil hacer una distinción entre estos dos conceptos. George Orwell, por ejemplo, definía el patriotismo como la devoción a un lugar y a un modo de vida que no quiere imponerse sobre otros pueblos, una emoción defensiva, mientras que entendía que el nacionalismo es inseparable del deseo de poder y, por tanto, agresivo. Maurizio Viroli, en un libro reeditado recientemente, Por Amor a la patria, distingue el patriotismo del nacionalismo en la medida en que el primero se traduce en un amor hacia la forma de vida que defiende la libertad común de unas personas unidas por vínculos históricos y culturales (es un patriotismo más encarnado en el tiempo y el espacio que el patriotismo constitucional de Habermas). El nacionalismo, en cambio, se identificaría con la defensa de la homogeneidad cultural, lingüística y étnica de un pueblo.

Después del impacto de la crisis secesionista de 2017 es difícil evitar la aparición de un sentimiento nacional malherido. España vive hoy un momento extraordinario y es por ello que no debe avergonzarnos la tristeza por el intento de hacer fracasar un país que funcionaba y funciona. Ahora bien, frente a la tentación de las trincheras, hay que reclamar liderazgos que asuman el patriotismo compasivo de Simone Weil: obliguémonos al “cuidado” de nuestra frágil patria con determinación, pero al mismo tiempo con delicadeza, con cordialidad y generosidad. Huyamos de la rabia y de las sobreactuaciones.

En una sociedad por definición plural, la firmeza en las convicciones debe limitarse a lo fundamental, lo contrario nos impediría la convivencia. Hay cuestiones esenciales sobre las que no cabrá cesión. Tras la experiencia vivida con la crisis secesionista, no debería permitirse la vuelta a los andamiajes institucionales que han conducido a la situación presente. Pero aún hay más. Como razona Juan Claudio de Ramón en su Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña, en una democracia consolidada el independentismo en una región rica es una reivindicación frívola e insolidaria. Debemos atrevernos a impugnar el fondo, no es solamente una cuestión de respeto a la ley. Hay que razonar, desde la cordialidad y sin estridencias, que el independentismo se basa en el antagonismo social, el egoísmo económico y la destrucción de vínculos ciudadanos.

En otros muchos debates, sin embargo, tendremos que estar dispuestos a la deliberación cordial, huyendo de radicalismos.

Este país no necesita una nueva ley electoral ni una reforma de la Constitución. Lo fundamental es encontrar a una generación de hombres y mujeres que antepongan el servicio a los demás y la reconciliación de la comunidad a los intereses propios o de sus partidos. Patriotas de convicciones firmes, pero limitadas a lo fundamental. Durante la Transición, hace 40 años, nuestro país fue capaz de encontrar esos liderazgos. Pensemos en el rey Juan Carlos I, Suárez, Tarradellas, Carrillo, Fraga, González o Roca.

Aquellos que no nos conformamos con que España sea una mera entidad administrativa, una fría yuxtaposición de nacionalidades, deberemos esforzarnos en aupar los liderazgos adecuados que estén a la altura de las circunstancias y de los retos de este momento histórico.