Liderazgo: ¿Churchill o Roosevelt?
Churchill se merece el reconocimiento de la historia, pero Roosevelt es el héroe a recordar para la coyuntura existencial a la que nos enfrentamos
En una intervención televisiva reciente, Pablo Casado apareció frente una estantería en la que se reconocía el lomo de la estupenda biografía de Andrew Roberts sobre Winston Churchill (Ed. Crítica, 2019). Que el tiro de cámara incluyera ese libro no fue casualidad. Es lo que en el cine se llama dirección de arte.
Nuestros personajes predilectos dicen mucho sobre nosotros. Admiramos su carácter y su conducta. A menudo buscamos en ellos un ejemplo para afrontar nuestras propias responsabilidades. No es extraño que alguien que ambiciona presidir España, como es el líder del Partido Popular, busque aliento en la figura del titán británico.
Su primera alocución a la Cámara de los Comunes tres días después de ser elevado a primer ministro en mayo de 1940, contiene una de las frases más citadas del siglo XX: “Sólo puedo prometer sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor».
Fortalezas volantes entonces, respiradores ahora
Churchill se merece el reconocimiento de la historia. Pero, si me lo permiten, propongo otro héroe para la coyuntura existencial a la que nos enfrentamos: Franklin Delano Roosevelt (FDR), el presidente norteamericano que sacó a su país de la Gran Depresión y, ocho años después, movilizó un potencial industrial y humano jamás igualado para ganar la II Guerra Mundial.
Dos datos, ahora que es tan vital fabricar ventiladores mecánicos para el “frente” hospitalario. La industria norteamericana produjo 3.000 aviones en el año 1939. Entre 1940 y 1945, fabricó 300.000, un promedio de 60.000 anuales, es decir, 20 veces más. Esas Fortalezas Volantes, Mustangs, Thunderbolts y los célebres DC-3 Dakota (aún vuelan 300 de los 16.000 fabricados) fueron utilizados por todos los aliados.
Antes de Pearl Harbor, EEUU producía tres millones de coches cada año. Entre 1941 y 1945 se construyeron solo 139 automóviles privados, pero en su lugar salieron de sus fábricas 108.000 tanques y otros 2,3 millones de vehículos.
Todo el mundo coincide en asimilar la lucha contra el coronavirus con una guerra. Sin embargo, forzar paralelismos entre ambas conflagraciones no es intelectualmente honesto. España, o Europa, para el caso, no es la América de entonces ni la China de ahora.
Lo que sí es relevante es el ejemplo que subyace bajo ambas situaciones: concentrar todas las fuerzas de la sociedad como nunca se había hecho antes. Se requiere un liderazgo de un calibre excepcional. Es el signo de estos tiempos que carezcamos de algo similar.
Comprender la estrategia
El premier británico poseía una enorme ambición, un carisma simbolizado con la imagen de un bulldog y una infinita perseverancia, aunque tenía otros rasgos menos encomiables: personaje tardo-victoriano y convencido defensor del derecho de la “raza” británica a dominar su Imperio, entre otros.
A Churchill no se le puede juzgar bajo una lente actual. Ha pasado a la historia por tres motivos principales: por su magnífica oratoria, por haber reconocido el peligro de Hitler antes que ningún otro político de la época y, fruto de lo anterior, por haber inspirado en los británicos la determinación de resistir la invasión del nazismo que los Spitfires y Hurricanes de la RAF impidieron.
Churchill vivió lo suficiente para escribir su propio relato y ganar el Nobel de literatura de 1953 como historiador. Sin embargo, pese a la imagen que se construyó, nunca fue un estratega, sino todo lo contrario. Ya en la Primera Guerra Mundial, planeó la trágica operación de Galípoli, que sacrificó para nada a 40.000 soldados del Imperio, casi todos australianos y neozelandeses.
“Solo debemos temer al miedo mismo”
Durante la Guerra Civil española, apoyó a los sublevados contra la República llevado por su anticomunismo. Entre 1941 y 1944 ordenó operaciones que costaron millares de vidas, se opuso al desembarco de Normandía y sacó de quicio a su mando militar. “Es un completo ‘amateur’ y se pierde en detalles que le impiden comprender un problema estratégico en su verdadera dimensión”, escribió en sus memorias el que fuera jefe del Estado Mayor Imperial.
Las palabras del mariscal Alan Brooke vienen a la mente cuando se escuchan estos días a algunos presidentes y presidentas en diferentes autonomías.
FDR murió antes de ver el final de una guerra que él, más que nadie (con la excepción de millones de muertos soviéticos), contribuyó a ganar. Fue un unificador y un estratega excepcional que manejó los tiempos y capacidades de los aliados hasta asegurar la victoria. No alcanzó a escribir sus memorias.
Pero quedan sus palabras: “Solo debemos temer al miedo mismo”, dijo en su toma de posesión. Sus 30 “charlas de chimenea” (‘fireside chats’) entre 1933 y 1944 explicaron a la población los pasos que se iban dando para combatir la Gran Depresión; las nuevas leyes bancarias; un plan de obras públicas que dio empleo y transformó las infrastructuras de país y el lanzamiento del New Deal.
A partir de 1940, preparó a la ciudadanía para la guerra que se acercaba. Frente a los aislacionistas y partidarios de la no-intervención prevalentes en la época, anunció que Estados Unidos asumía el papel de “Arsenal de la Democracia” y comenzó el envío masivo de material y alimentos a Inglaterra y la URSS.
Tras el ataque japonés del 7 de diciembre de 1941 (“una fecha que vivirá en la infamia”) lideró un rearme material y moral de los países Aliados que acabó con el fanatismo asesino de las potencias del Eje.
Esas charlas de chimenea llevaron consuelo y esperanza a millones de hogares en los que la familia se apiñaba en torno a la radio. Fomentaron el sentimiento de comunidad y tejieron el apoyo a las decisiones que tomó su administración. Fue un experimento social inédito hasta la fecha realizado a través de los incipientes medios electrónicos de comunicación de masas.
Nuestros políticos deberían inspirarse en FDR para exhibir la empatía y la determinación que la sociedad necesita
A FDR se le ha hecho justicia a través de la trilogía de Nigel Hamilton: The Mantle of Command, Commander in Chief y War & Peace, disponibles en inglés en papel y versión electrónica, aunque ignoro por qué no se han editado todavía en español. En el segundo de esos libros, Hamilton describe los esfuerzos –una auténtica “batalla”— que libró con Churchill para dirigir la guerra con sensatez, crear instituciones como las Naciones Unidas y, de paso, iniciar el final del colonialismo que Churchill deseaba preservar.
La conducta de Roosevelt no siempre fue acertada ni moral, como recuerda el confinamiento de 120.000 norteamericanos de origen japonés. Pero sin él no hubiera sido posible mantener unidos en un esfuerzo global a su propio país, al Imperio de Churchill y a la URSS de Stalin.
Puestos a mostrar buscar ejemplos de liderazgo, nuestros políticos –gobernantes y oposición; unionistas o independentistas– deberían inspirarse en FDR para exhibir la empatía y la determinación que la sociedad necesita.