Liberales y socialistas: el diálogo racional es posible
Lo más importante no es el balance de acuerdos o desacuerdos, sino la disposición a escuchar, a asumir las razones del otro y a modificar las propias posturas
Hasta hace no tanto el expertise, la formación y el conocimiento específico de una materia eran atributos valorados en el debate público y, a poco que uno se tuviera respeto, no se atrevía a opinar en público sin saber, y menos aún a decir a los expertos qué era lo que tenían que hacer.
En tiempos recientes han ocurrido dos cosas -contradictorias pero no por ello menos extendidas-. Por un lado, todos opinan de todo, aún con absoluta ignorancia del tema en cuestión e independientemente de lo complejo o especializado del asunto. Por otro lado, se ha generalizado esa idea tan populista de que el conocimiento es de élites, privilegiados que se aprovechan de su posición y a los que, por tanto, debemos acallar, o cancelar, vocablo más a la moda.
La izquierda patria y, todo hay que decirlo, una parte de los liberales -aquellos que no leyeron a John Stuart Mill o que no consideran parte del liberalismo comme il faut ni a Rawls ni a Dworkin-, ha sumado a lo anterior una gran dosis de ideología, entendida como aquello que siempre debe preceder a los hechos y a la tozuda realidad.
Así, no hay debate, en particular debate económico, donde a la lógica económica no oponga, en lugar de argumentos, la atribución de oscuros intereses al contrario y una voluntad rayana en la insensatez. Todo este sectarismo ha hecho del debate sobre ideas y propuestas algo casi imposible.
Y, sin embargo, esta semana he tenido una conversación pública con dos jóvenes de izquierda, Guillermo del Valle y Javier Maurín, co-directores de El Jacobino, un think tank o canal de debate político. Se trata de una izquierda muy distinta de la apuntada más arriba. Es ilustrada y no sectaria, razona y argumenta sus propuestas, da importancia a los datos y al conocimiento científico disponible, escucha y está abierta a modificar sus posturas.
Esta disposición no implica que las ideas que escuché fueran tibias o fáciles de asumir por cualquiera. Todo lo contrario. La mayoría de las propuestas que Guillermo y Javier pusieron sobre la mesa eran radicales en su defensa de una ciudadanía con iguales derechos y deberes, contrarias a particularismos y privilegios territoriales, en la redistribución de ingresos, y en la lucha contra la pobreza y las asimetrías de poder en los mercados, en particular el mercado de trabajo.
En nuestra conversación aparecieron muchas discrepancias a la hora de plantear reformas impositivas que mejoraran la competitividad de España como país, la distribución de la renta, el acceso a bienes básicos y a bienes públicos (no siempre coinciden), y las reformas adecuadas para garantizar la sostenibilidad del Estado de bienestar.
Gran parte de esas discrepancias estaban en los fines de la política , y no tanto en los instrumentos para lograr esos objetivos: ¿queremos más competencia individual para acceder a ciertos recursos o un Estado que garantice rentas mínimas a todos, independientemente del mercado? ¿Un Estado de bienestar de provisión esencialmente pública u otro que deje más espacio a la provisión privada?
También estuvimos de acuerdo en algunas cosas, como lo inaceptable de que ciertos territorios se arroguen privilegios que rompen con la idea de la igualdad entre los españoles, y más cuando justifican ese trato de favor apelando a la existencia de pueblos con características étnicas y culturales distintas a las del resto de España, algo profundamente reaccionario y que además sólo está en su imaginación.
Coincidimos también en rechazar el fraude y la precariedad en el mercado laboral, y la pobreza y la desigualdad radical de ingresos y oportunidades, inaceptables en sociedades comparativamente ricas como la nuestra. Y nos preocupaba a todos la restricción que supone la maltrecha situación de las finanzas públicas en España a la hora de plantear alternativas en materia de políticas públicas.
Con todo, lo más importante no fue el balance de acuerdos o desacuerdos, sino la disposición a escuchar, a asumir las razones del otro y a modificar las propias posturas a la luz de los argumentos sólidos presentados. Una idea muy republicana, un enfoque que pueden compartir la izquierda racional y los liberales no dogmáticos.
Esta semana mi pesimismo respecto a la posibilidad de debatir civilizadamente y con argumentos sobre las medidas que necesita España para salir de esta crisis enorme se ha reducido considerablemente. Espero no ser como aquel que, perdido en el desierto y desvariando por la sed, imagina ver un oasis donde solo hay arena.