Letras huérfanas

El español es, tras el inglés, la lengua en la que se han alcanzado las mayores cumbres literarias

No hay más proceloso mar que el literario, no hay aguas más túrbidas y embrolladas que las que rodean al mundo del Parnaso de las Letras, donde las envidias se han enquistado y se convierten en tumores malignos, evolucionando desde accesos tumefactos, como bubones nacionalistas.

Cada ciudadano de un país se siente representado por su gastronomía, sus vinos, sus deportistas, sus pintores y escritores. Detrás de cada argentino hay un pequeño Borges maléfico que le hace sentirse más culto por el efecto inmediato de haber compartido algo tan nimio como un estúpido pasaporte con el genial porteño invidente; detrás de cada peruano hay un loco fanático de Vargas Llosa, o un enemigo patrio, que ve al Nobel de Arequipa como un exiliado de lujo, casi como un extranjero henchido de manierismo.

He observado la ausencia de grandes catedrales góticas en la iglesia de las letras hispanas en el siglo XXI

Ese océano por momentos gélido y negro, a veces turquesa y cálido como en el Caribe, nos ha unido y une, y fue el espejo acuoso por el que viajó un idioma, el español, que se ha bastardeado hasta el infinito en cada rincón de Latinoamérica, dando lugar a hijos idiomáticos que mantienen la hélice del ADN con el español peninsular, pero que gustan de rasgos característicos y riquísimos.

Como abomino de cualquier nacionalismo o patria, incluida la del idioma en el que pienso, aseguro que el español es, tras el inglés, la lengua en la que se han alcanzado las mayores cumbres literarias, lo cual no me hace sentir un especial orgullo como hispanohablante.

Como lector, mi única profesión a la que nunca he execrado, y con la que sé que estaré conforme hasta la visita de la Parca, sí he observado la ausencia de grandes catedrales góticas en la iglesia de las letras hispanas en el siglo XXI.

Entre finales del siglo pasado y la primera década del presente, escribieron sus últimas palabras genios como Borges o Gabriel García Márquez

El cambio de siglo trajo un bombardeo incesante de malas noticias. Se apagaron numerosos faros que emitían esa luz prístina que atraviesa el océano y, circunstancialmente, nos ciega.

Entre finales del siglo pasado y la primera década del presente, escribieron sus últimas palabras algunas de las catedrales más grandes y mejor erigidas hacia el cielo, como Borges (1986), Manuel Puig (1990), Octavio Paz (1998), José Donoso (1996), Ernesto Sábato (2011), Carlos Fuentes (2012), Gabriel García Márquez (2014), por tratar de ser sucinto y sabiendo que otros templos y otras torres tañeron sus campanas a fieles de la lectura y, más recientemente, Fernando del Paso (2018), cuya lectura de Noticias del Imperio, un libro que difícilmente se encuentra en las librerías españolas, cuando debería ser de obligada lectura, me transformó por dentro y por fuera en las noches cálidas de las haciendas que pueblan la Península del Yucatán hace ya algunos veranos, mientras veía a mis hijos corretear entre tormentas y alacranes.

En esta orilla del Atlántico, remanso donde se embalsan una mayor cantidad de odios y envidias literarias, donde decidimos, algunos, otros no, hablar de castellano en vez de español, lo que es en realidad, tan cuajado de palabras catalanas, gallegas, vascas, italianas… para no levantar erisipelas irritantes a oficiantes del más rancio etnocentrismo nacionalista con lengüitas propias y otras por surgir con el dinero de todos como el bable, colapsaron algunas catedrales en este bombardeo incesante del Sumo Hacedor que decidió privarnos de los mejores.

Así, dejaron tristemente de publicar Gonzalo Torrente Ballester (1999), quizás el autor en español más manipulado de la historia, donde en su obra cumbre, la trilogía Los Gozos y las Sombras, se hizo pasar a Don Cayetano, uno de los protagonistas en una famosa serie de televisión de los 80, en pleno Felipismo, por un facha irredento, cuando el personaje de ficción era miembro del PSOE y así alardea decenas de veces en las páginas del libro de ello, lo que constituye el más grave caso de corrección política de las letras, y que sería objeto de otro artículo; el controvertido Camilo José Cela (2002), cuyo Pascual Duarte sigue siendo parte del canon universal; Miguel Delibes (2010), para mí el faro más alto y luminoso, irradiando desde la plana Valladolid, en todo el siglo XX; o, qué decir de ella, Ana María Matute (2014). Abracemos ahora la controversia y metámonos de lleno en el lodazal.

Pretender, como pretenden algunos, convertir iglesias parroquiales de cierta belleza, no lo niego, como Arturo Pérez-Reverte, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes o Rosa Montero, por poner solo unos ejemplos, en el lado español, o Isabel Allende, Laura Esquivel, Pablo Montoya, Heriberto Yépez o Sergio Galarza, por poner solo unos pocos del lado americano, en catedrales de postal, es como hacer de la Ermita de San Miguel de Breamo la Catedral de Ely.

Dos templos en pie

No niego que escritores de la talla de Eduardo Mendoza, si es capaz de acabar por deslumbrar de nuevo como lo hacía en La verdad sobre el caso Savolta o La ciudad de los prodigios, puedan llegar a edificaciones catedralicias.

Hoy por hoy solo veo dos templos en pie, uno enorme, Mario Vargas Llosa, que reina incólume en el imperio de las letras españolas, y como alardeaba, con su actual mujer presente, cómo no, en una reciente charla a la que acudí, “aún puedo practicar sexo”, lo cual da indicios de su aún coleante vigor intelectual.

A este lado del Atlántico, asediado por un nacionalismo cada vez más asesino en lo intelectual, aún respira y escribe, más bien poco ya, Juan Marsé. Parafraseando a Juan Rulfo, la primera catedral derribada por el fuego celestial en 1986, en las calendas del cambio de milenio, hemos entrado en el páramo. El festín del inglés está servido. Rule Britannia!