Lengua y mercado

Un país que en 30 años ha cambiado 10 veces de marco educativo no es viable. Indica la incapacidad de llegar a un consenso mínimo entre derechas e izquierdas y entre nacionalidades y culturas varias. La nueva ley Wert remacha el clavo y, dejando de lado alguna virtud como la alejarse de algunos buenismos progres que resultaron un fracaso ​​de cara a la mejora escolar, es sobre todo una ley ideológica. Por su revisionismo antilaico y por la obsesión identitaria castellanista.

La excusa sobre la necesidad de garantizar las competencias lingüísticas no se aguantan del todo. Todas las diagnosis que se han hecho sobre competencias lingüísticas sitúan a Catalunya, Galicia y otras comunidades con lengua oficial en la posición intermedia. Curiosamente, siempre están en la cola Canarias, Extremadura y Andalucía. ¿No será a raíz de una violentación histórica que produjo una sustitución forzada de la lengua autóctona y de la que ha quedado un sustrato potentísimo que se resiste a desaparecer?

Otro argumento que suele vincularse a cualquier política uniformadora como la de la educación es el de la unidad de mercado. En el siglo de la globalización, el argumento es patético. Todos los no castellanohablantes conocen la lengua castellana, pero muchos castellanohablantes son monolingües.

En este ámbito y siendo conseller, tuve que lidiar varias veces con la intoxicación jacobina que decía que el problema para la implantación de las multinacionales era el catalán. Si hay un problema lingüístico en todo el Estado es la falta de competencia en inglés propiciado por el apriorismo erróneo de que el castellano sirve para ir por el mundo cuando, en realidad, sirve básicamente para América Latina. Esta semana se ha producido un debate sobre el mal nivel de inglés de los estudiantes franceses. No ocurre lo mismo con los holandeses o finlandeses.

Los hablantes monolingües de grandes lenguas parten de la base de que no se deben aprender idiomas. Los hablantes de lenguas de media y baja demografía son más plurilingües.

En Europa, el castellano pesa demográficamente del mismo modo que el polaco. Las lenguas de mercado y de la innovación en Europa son, por este orden: inglés, alemán y francés. La pataleta española que resultó el no aprobar el hito histórico de la patente europea por la ausencia del castellano es una opción inimaginable para quienes estamos acostumbrados a ir por el mundo con modestia lingüística.

Pero hay más. Un estudio encargado por la UE sobre Plurilingüismo y pymes concluye que por la falta de preparación plurilingüe (no sólo inglés) las empresas pierden más de un 30% de posibilidades de negocio. Es necesario conocer el inglés y alguna latría de las grandes lenguas de comunicación. Pero, tal y como me hicieron ver en la Escuela Superior de Comercio Internacional (ESCI) donde se enseña en catalán y en múltiples lenguas, para un auténtico profesional, académico o empresario global, dominar más de una lengua de gran comunicación es condición necesaria pero no suficiente. A igualdad de nivel competencial, ganará quien tenga la apertura mental para aprender con rapidez lenguas de baja demografía.

Un empresario o profesional a quien envían a Dinamarca puede pasar sólo con su nivel de inglés, pero triunfará si tiene la apertura mental de aprender un idioma que hablan sólo cinco millones de habitantes. Por la globalización, tenemos ventajas los hablantes de lenguas medianas o pequeñas. Cuando la actitud es de arrogancia, los hablantes de lenguas de los ex-grandes imperios pierden importantes oportunidades de negocio.

Imaginemos por un momento que un día España se despertara suiza. Encontraríamos una apuesta decidida por la oficialidad del gallego. La potenciación de la enseñanza bilingüe gallego-portugués. O Institutos trilingües gallego, portugués, inglés. Por una razón muy simple: más de 200 millones de hablantes, el origen lingüístico de los cuales fue Galicia, distribuidos entre América y África, esperarían con los brazos abiertos la presencia de los lusófonos más cercanos al corazón de Europa.

España mima Portugal a través de Galicia y no lo maltrataría, como Italia hace con Alemania a través de Alsacia o Italia con Austria a través de Tirol del Sur. En cambio, nos encontramos una Galicia con más baja autoestima que en los tiempos de Fraga. Con un PP lleno de políticos que en el lenguaje «cañí» son tildados de «mamporreros» y «cuneros», quienes ven Galicia como una zona clientelar de la que se debe liquidar cualquier esperanza. No existe ningún instituto de secundaria gallego, por ejemplo, bilingüe con el portugués como segunda lengua. Y la Galicia oficial da la espalda a Portugal y Brasil.

Si España se despertara suiza, promovería el catalán a través de la bilateralidad con Andorra y el departamento de los Pirineos Orientales, en el que el catalán comparte espacio con el francés y la francofonía. La francofilia tradicional de Catalunya por lazos familiares o históricos se vería como una ventaja competitiva y no como un hecho sospechoso de traición. Los hechos son tozudos: Catalunya ha dependido oficialmente más tiempo de Francia que de España. Ahora mismo, podríamos celebrar el 200 aniversario de la república catalana. Sí, no se extrañen; en la guerra napoleónica, Catalunya pasó a ser provincia francesa con el nombre de Departamento del Ebro y el catalán fue lengua oficial.

Si España se despertara suiza, utilizaría los vínculos históricos y culturales del antiguo Andalus para no hacer el ridículo en el Magreb, donde a pesar de la proximidad, España figura por detrás Francia y en ciertos ámbitos económicos por detrás de italianos, alemanes o ingleses.

Esta política transfronteriza es la que practica Suiza desde los cantones germanos, francófonos o italianos.
¿Por qué España nunca será suiza, como demuestra la ley Wert? ¿Y no sabrá ni querrá aprovechar las ventajas competitivas del plurilingüismo serio para proyectarse al mundo? Para que este cambio de modelo y de concepción suceda, es necesaria la desaparición de la casta oligárquica madrileña.

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