Asaltar el reino de los cielos
La nueva ley de libertades sexuales bien pudiera llamarse "ley por la salvaguardia del valor de la fertilidad femenina"
El sexo es un terreno tan problemático para la sociedad, como esperanzador para los irreverentes. Así ha sido siempre en la mayoría de comunidades humanas que han poblado el mundo.
La idea de que el amor romántico y el matrimonio van de la mano aparece en la modernidad Occidental, con el declive del patriarcado y el auge del capitalismo. Previamente a esta etapa, la satisfacción sexual dentro del matrimonio buscaba la garantía de la fertilidad femenina, pues salvo algunas excepciones (como la de Aristóteles, expuesta por Aline Rouselle en Porneia: Desire and the Body in Antiquity), se creía que las mujeres no podían concebir sin orgasmo.
El denominado locus genitalis, paradigma dominante en Occidente hasta la aparición del principio de placer e implantación de la heterosexualidad, se basaba en la creencia de que la finalidad de la sexualidad era la procreación. Como consecuencia de esto, el orgasmo femenino era entendido como la condición del embarazo, de la misma manera que el orgasmo masculino era una exigencia de para la eyaculación.
Una mujer embarazada necesariamente había disfrutado en coito. Así, el embarazo era una constatación del placer de las mujeres, por lo que se deducía que había deseado. No era posible un embarazo sin placer sexual femenino así que tampoco era posible el embarazo fruto de la violencia sexual, contra la voluntad sexual de las mujeres. Estas creencias dominaron el pasado.
Las leyes atenienses castigaban con más intensidad al hombre que seducía a una casada que al que violaba a una mujer. El adulterio masculino y femenino era la mayor amenaza para el oikos –familia– porque hacía de la esposa, una enemiga del marido. El adultero podía ser encarcelado, ajusticiado y violado analmente por haber cometido el pecado de hybris.
Las esposas de Grecia, a diferencia de las hetarai (amigas con las que se compartía el placer), o las concubinas (pollakai), eran las encargadas de traer hijos legítimos y guardar el hogar. La fertilidad era un valor muy bien salvaguardado.
El adulterio estaba prohibido, pero la fertilidad estaba por delante
Luciano, en los Diálogos de las cortesanas, nos habla del sexo entre algunas mujeres romanas. Megila, una mujer pudiente de Lesbos, contrata los servicios de una cortesana a quien penetra con algo «mucho mejor que un pene» (lástima, no se especifica el qué).
Tanto los Estoicos como los Cristianos proclamaron la abstinencia y el auto control. Los primeros llamaban a utilizar la razón para el control del deseo, y los segundos a alcanzar la pureza sexual por la vía de la fe en Dios.
El adulterio estaba también prohibido por los Diez Mandamientos, se consideraba como robar bienes de otro hombre. Pero la fertilidad estaba por delante; así, el patriarca Abraham dispuso de concubinas ya que su esposa Sara resultó estéril. Fue ella misma quien ofreció Hagar, su criada, a Abraham.
Filo, un místico judío, creía que el deseo sexual conducía al desorden social y defendía la familia natural. Una idea muy extendida que marca aún nuestro presente. Sin embargo, Jesus de Nazaret, al contrario que Filo, decía a sus seguidores que se alejasen de sus familias y diesen sus bienes a los pobres.
Jesús el primero en defender la pertenecía a una familia espiritual y atentar contra la valía de la fertilidad femenina. Jesús llegó a declarar que iba a poner a los miembros de la familia unos contra los otros (Mateo 11,35), y, frente a la convencional defensa de la fertilidad judía, alababa a las estériles y a los hombres femeninos.
«Hay eunucos que ya nacieron así del seno de su madre. Y hay eunucos que fueron hechos eunucos por mano humana. Y hay eunucos que se hicieron a sí mismos eunucos por el Reino de los Cielos. El que pueda entender que entienda» (Mateo 19,2).
Irene Montero: farisea
Jesus rechazaba las normas fariseas contra samaritanos, mujeres con la menstruación, prostitutas y prestamistas. Comía con pecadores. De estos y de las prostitutas dijo que serían los primeros en alcanzar el reino de los cielos, pues escuchaban el mensaje de Juan Bautista (Mateo 21,31).
Condenaba la fornicación, pero había una diferencia radical entre él y los fariseos. Jesus de Nazaret llevaba la mirada a las motivaciones del corazón, más que al cumplimiento de las normas para evitar la contaminación del grupo. «Yo os digo, solo con mirar cualquiera a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón» (Mateo 5,28).
Una nueva ley llamada de libertades sexuales, que bien pudiera llamarse por la salvaguarda del valor de la fertilidad femenina, quiere perseguir el piropo callejero (manifestación contemporánea del adulterio masculino). Tratar a todo el que lo practique como a un acosador. Es decir, el que acorrala a una víctima para destruirla.
Además de alegres adúlteros y obreros que huyen de la rudeza de su profesión,
el piropo callejero lo practican, sobre todo, bagabundos, algunos con corbata, siempre solitarios.
Mendigos que suplican desesperados atención femenina desde la cruel miseria sexual. Un rostro más de la pobreza humana.
No saben de la compasión.
Irene Montero: farisea.