Lecciones de Escocia
Martes, 16, Madrid, primera hora de la mañana. El ministro español de Exteriores, José Manuel García-Margallo, interviene ante un foro (Los desayunos de Europa Press) que según el presentador reúne a otro ministro (Ruiz Gallardón), más de 50 embajadores de diferentes países, un buen número de otros miembros de la administración y directivos de empresas públicas o privados y un puñado de periodistas.
El ministro expone las nuevas líneas maestras de lo que será la futura política exterior española, si el Congreso así lo revalida. Se trata de un resumen de algo en lo que han estado trabajando en los últimos meses junto al Instituto Elcano y que será presentado en breve a relevantes think tanks para su análisis y debate.
El tema, como es lógico, no es baladí: nada más y nada menos que el estudio de en qué mundo previsiblemente vamos a tener que vivir y qué lugar ocupará España en él. Defiende Margallo que las bases sobre las que se trabajaba hasta ahora se han agotado –por éxito– al haber culminado nuestra integración en Europa y que la crisis financiera dibuja un nuevo mundo (más regulado, por ejemplo) frente al que no valen los viejos esquemas. En contraste, el nuevo escenario es un mundo plenamente globalizado y multipolar, lo que exige muy diferentes hipótesis de actuación.
Finalizada la disertación del responsable de la diplomacia, llega el turno de las preguntas. Cuestiones como la de la nuestra participación en la coalición mundial que luchará contra el Estado Islámico o la posible elección de representantes españoles para el Consejo de Seguridad de la ONU o la Comisión Europea van transcurriendo con una cierta monotonía. Lo que, de verdad, los asistentes estan esperando oír del ministro García-Margallo es su opinión acerca de los temas capitales de esa semana: Escocia y Cataluña.
Y más allá de las declaraciones forzadas que la “canallesca” consiguió convertir en titulares (aquello de que el Gobierno no descartaba ninguna medida legal, ni llegado el caso la suspensión de la autonomía catalana), lo que lógicamente se desprendía de sus palabras era una profunda preocupación por el curso de los acontecimientos, una sensación de que nos estábamos acercando demasiado a un precipicio.
Primera lección. El pulso entre el primer ministro británico David Cameron y el líder nacionalista escocés, Alex Salmond, había colocado a Europa en una disyuntiva innecesaria, muy peligrosa, sin una idea clara de una vez efectuada la votación qué vendría después, a contracorriente precisamente de todo aquello que acababa de exponer, del nuevo rumbo que estaba tomando el mundo y ante el cual el referéndum escocés iba justo en la dirección contraria.
Como iba, como va, Cataluña. En ese mundo globalizado y multipolar, que necesita para su governanza de instituciones supranacionales, donde el futuro no son estados más fuertes sino por contrario cesiones claras de soberanía hacia sociedades superiores, las ansias de estado propio de Escocia, Cataluña y de al menos más de una docena de otras regiones europeas son una arriesgada anacronía y un frenazo para que esos organismos multinacionales ganen peso y eficacia. Olviden sus temores los nacionalistas catalanes acerca de una hipotética recentralización por parte del Estado español. Los nuevos tiempos no van por ahí. La política económica, las decisiones más importantes… no se toman ya en la odiada Madrid, sino en Bruselas o en otras sedes de foros multilaterales.
Un sí en el plebiscito escocés hubiera sido una tragedia, como lo sería si se celebrara en los términos previstos la consulta catalana. Quizás no irremediable, pero sí un gravísimo contratiempo para Europa.
Segunda lección a la vista de los acontecimientos posteriores. Cataluña no es Escocia, ni sus líderes, desgraciadamente, tampoco. Salmond presentó a las 24 horas de saberse el resultado su dimisión. Su apuesta era el sí a la independencia y había perdido. Como político, sólo debía renunciar. Artur Mas rompió una legislatura y convocó a los catalanes a la urnas en unas elecciones anticipadas en noviembre de 2012 para conseguir un mayor respaldo a su desafío. Sufrió un duro castigo y CiU pasó de 62 a 50 escaños, casi un 20%. Y ahí sigue. Los escoceses han ido a su consulta en un proceso pactado y permitido por el gobierno central. Aquí el socio y líder opositor habla de desobediencia civil, huelgas generales y cosas de ésas.
Y tercera y última lección. El proceso escocés ha estado presidido por un fair play ejemplar, con una neutralidad admirables de los poderes públicos. En Catalunya, el gobierno autónomo no convoca a la independencia sino a defender el “derecho a decidir”, identificando de una manera simplista y tramposa voto con democracia; subvenciona descaradamente medios y asociaciones próximas a sus planteamientos y promueve en los propios medios públicos un comportamiento tan sectario que avergüenza hasta a sus propios trabajadores.
Lo que debemos aprender del proceso escocés no es ese absurdo e irresponsable pulso que se lanzaron Cameron y Salmond, sino las consecuencias que inevitablemente se derivarían de un resultado a contrapié de las urgencias políticas actuales. El mundo que viene no es el de más pequeños estados que satisfagan los intereses y mantengan la hegemonía de casta económico-sociales locales, sino el del fortalecimiento de institucionales supranacionales.