Lecciones andaluzas

No ha transcurrido ni una semana desde la jornada electoral en Andalucía del pasado domingo y los fulleros de la política ya están pronosticando un cambio de rasante en España. Andalucía es, por lo que hemos podido ver, la última colonia española, pues parece que lo importante no es lo que ocurrió allí sino lo que ocurrirá en la metrópoli, o sea en Madrid, cuando Rajoy convoque elecciones. Lo importante es España, como reclamó con su habitual vehemencia Jordi Cañas en un reciente debate en televisión, y no lo que pase en Andalucía o en Cataluña o en cualquier otro lado. España, siempre España, que es el sonsonete de los partidos emergentes, ya sean de derechas, ya sean de izquierdas. ¡Ay, felices los que sólo piensan en clave jacobina y esencialista porque ellos serán los elegidos!

En las tertulias se discute sobre el final del bipartidismo sin darse cuenta de que, por el momento, el parlamento andaluz acoge una pléyade de partidos tan variada como ya lo era en tiempos de la transición. En el primer parlamento andaluz había cinco partidos (PSOE, AP, UCD, PCE y PA) y en el actual también hay cinco (PSOE, PP, C’s, IU y Podemos), lo que demuestra que no estamos frente al temido tsunami que amenaza con destruir ese bipartidismo imperfecto dominado por PP y PSOE. En las Cortes generales siempre ha habido, también, un mínimo de nueve o diez partidos, dependiendo de qué legislatura estemos hablando, del mismo modo que en el Parlament el número de partidos presentes en la cámara desde 1980 oscila entre seis y ocho si aceptamos que CiU son dos partidos distintos.

El bipartidismo sólo parece estar amenazado si en las elecciones generales las nuevas minorías superan los 50 diputados. Como ya se está viendo en Andalucía, tener 15 o 9 diputados frente a los 47 del PSOE y a los 33 del PP vale tanto como los 25 que tuvo en su día el PCE de Santiago Carrillo. Teniendo en cuenta las perspectivas anunciadas con anterioridad a las elecciones andaluzas, la victoria del PSOE —y más concretamente de Susana Díaz— ante Podemos y C’s parece que ha atajado el peligro aunque haya habido un aumento de la participación, que alcanzó el 63,9%, muy superior a la participación en las elecciones europeas del año pasado, que fue del 41,9%, aún siendo menor a la registrada en 1982, cuando se eligió el primer parlamento andaluz, que fue del 66,2%, con un censo electoral de dos millones y pico menos que el actual censo.

El sistema electoral es como es y tradicionalmente las elecciones regionales andaluzas han sido menos participativas que las generales. Las elecciones autonómicas sólo han contado con un nivel de participación cercano o superior al 70% cuando se han celebrado el mismo día que las generales (1986, 1996, 2000, 2004 y 2008). Una participación, por cierto, bastante parecida a la que hay en Cataluña desde la instauración de la autonomía en 1980, que oscila entre el 54,87% en 1992 (mínima) y el 67,76% en 2012 (máxima), aunque nunca hayan coincidido con unas elecciones generales o europeas. La gente participa más o menos según percibe la importancia de lo que se va a decidir, como ocurrió en Cataluña, precisamente, en 2012 cuando el pluralismo salió reforzado del combate electoral soberanista. Y sin embargo sólo CiU, aún siendo una la minoría mayoritaria, estaba en condiciones de poder gobernar, que es lo mismo que pasará con Díaz.

Es cierto que Podemos ha obtenido tres veces más votos en las elecciones del pasado domingo que en las europeas en Andalucía. Y todavía es más cierto que C’s aumentó ocho veces más, pero PSOE y PP siguen siendo el sostén de ese bipartidismo que algunos analistas insisten en dar por muerto a pesar de que por primera vez los dos juntos sumen menos del 65% de los votos. Lo que está cambiado es la orientación ideológica de los partidos y el papel que desempeñan en la sociedad, como se detecta al ver que los votos blancos y nulos han llegado a su máximo histórico.

La reordenación ideológica es evidente, aunque a mí me parece que Felipe Alcaraz, el candidato del PCE en 1982, era mucho más izquierdista que Teresa Rodríguez, de Podemos, quien ha demostrado ser un híbrido ideológico procedente de IU, formación que abandonó en 2008, como muchos de sus correligionarios madrileños o catalanes. También me parece más liberal lo que representa Albert Rivera, aunque su liberalismo sea conservador para sacar partido de la sangría del PP, que Luis Marino Bayona, el candidato de UCD en 1982, quien políticamente se crió en el Movimiento de la época franquista.

Rafael Escuredo, el primer presidente andaluz en 1982, que lo fue con 66 diputados y 1.498.619 votos (89.577 más que los obtenidos por Díaz), atesoraba una prestigiosa carrera profesional como abogado laboralista y compitió con el andalucismo para quedarse con el espacio del regionalismo. A Díaz, en cambio, no se le conoce otra dedicación que la política, esa política que muy tempranamente forzó la dimisión como primer presidente del Ejecutivo andaluz de Escuredo en 1984.

Hoy el PSOE andaluz conserva los 47 diputados que tenía en la legislatura pasada gracias a los prodigios del sistema d’Hont y gana por novena vez las elecciones andaluzas con su peor resultado de los diez comicios autonómicos celebrados. Ahí es donde duele el golpe, mitigado por la circunstancia de que por tercera vez consecutiva los andalucistas se hayan quedado fuera del Parlamento andaluz y de que el regionalismo se refugie nuevamente en el PSOE, que juega esta baza desde hace años, siguiendo la senda de Coalición Canaria pero sin llegar a representar lo que son CiU y el PNV en sus respectivos territorios. Andalucía no tiene la base nacional que justifica la existencia de esos partidos.

Lo que algunos quisieran es que se acabase el bipartidismo. Unos —C’s— lo desean para acabar con la dependencia de los partidos mayoritarios de los votos de los partidos territoriales por puro nacionalismo español y por eso su primera víctima ha sido UPyD. Otros —Podemos— lo desean para acabar, dicen, con el régimen de 1978, aunque con quien están acabando es con IU, los herederos del PCE, cuyas renuncias durante las últimas tres décadas han sido superiores a las de cualquier otro partido.

Eso ha quedado claro en Andalucía, del mismo modo que también ha quedado claro que existe una sensación de «destrucción» provocada por la corrupción que no merece el castigo del electorado.