Hace tres días escuché a la Cámara de comercio de Manresa (Barcelona) una conferencia del profesor Josep Olivé. Intentó introducir dosis de optimismo a una sala llena donde se mascaba la tragedia. Consideró que esta crisis no era peor que las otras dos que se habían vivido a los años 70 y 90. Pero a diferencia de aquel momento, Cataluña ahora da trabajo a un millón de personas más y la estructura económica se ha modernizado mucho. Finalmente, concluyó que el sector exterior estira más que nunca y, gracias a él, no hemos caído en una recesión del 3% del PIB y nos hemos quedado en décimas.
Olivé también dijo que saldríamos de la crisis alemanes o no saldríamos. Con esto estoy de acuerdo. Habrá que pasar a la frugalitat y la sencillez en las políticas públicas y en los comportamientos personales. Pero creo, sinceramente, que Olivé no abordó un problema global del modelo productivo: la sostenibilidad. El impacto sobre el planeta del crecimiento global y sobre el mercado y reservas de materias primeras. Tendremos que salir de la crisis también daneses.
Políticamente correcto, el profesor no se refirió al conflicto con España hasta el turno de preguntas. Una persona que no cree posible la independencia, afirmó que si no estábamos dispuestos a defenderla creyéndonosla, la capa dominante en España no se sentaría a negociar un cambio de modelo territorial porque prefiere sacrificar el motor económico de la península y, por lo tanto, crecer menos a cambio de mandar más. La otra sentencia, dicho desde la frialdad de un académico, también es significativa. El porcentaje del mercado español y exterior de las exportaciones catalanas era de un 85% y 15%, respectivamente, hace pocos años. Hoy ya es del 45% y el 55%. En poco tiempo, el mercado español será irrelevante.
La conclusión de todo es que Cataluña viaja en una placa continental en dirección opuesta a la del resto de la península y que las economías catalana y española, de hecho, ya están divorciadas. Ahora sólo falta que a esta realidad infrastructural se adecúe la mentalidad y la superestructura política. No creo que este cortejo permanente entre Mas y Alícia Sánchez-Camacho –bautizado por Polonia como Malicia–, pueda aplazar un final irreversible. Sobre todo si cada día nos toca pagar a los catalanes la nacionalización de la banca de Esperanza Aguirre y Eduardo Zaplana.