Las lluvias que trajeron este lodazal
Rodrigo Rato, Jordi Pujol, el rey que tuvo que abdicar, Manuel Chaves, Juan Antonio Griñán, Jaume Matas, Francisco Camps, Francisco Granados, Gerardo Díaz Ferrán, Iñaki Urdangarín, Emilio Cuatrecasas, Sandro Rosell, la sede de CiU embargada, Luis Bárcenas, ochocientos ayuntamientos, las black y su multiculturalidad política, el escándalo de una buena parte de las antiguas cajas de ahorro… ¿El Estado funciona? Tal vez, pero si es así, no da abasto.
Intento preguntarme cómo hemos podido llegar a reunir en tan relativamente poco tiempo esa colección de ilustres trayectorias bajo la sombra, o algo más, de la corrupción, del fraude fiscal, de otros delitos aberrantes en hombres de su condición, y apenas encuentro aproximaciones.
Uno a uno, la respuesta llega directamente de los autos judiciales en los que están inmersos, pero en cuanto categoría social, vistos casi como una generación -la del régimen del 78, que dirían los de Podemos, con sus propios becarios en esta lista-, entonces la cosa ya es más complicada.
¿Existe un nexo que vincule tanta desfachatez, algún denominador común a ese aluvión de figuras caídas antes supuestamente respetables, alguna rara enfermedad que podamos atribuir a las cúpulas de nuestras élites cuyas defensas ante la corrupción parecen tan disminuidas? ¿O, por el contrario, son apenas la cuota de ovejas negras que toda comunidad debe soportar, esos casos supuestamente aislados cuya entrega a los tribunales se alega por los partidos aludidos para documentar que la lucha contra la corrupción es real?
Más allá de que cada uno considere que estamos ante situaciones que no conviene generalizar, o lo contrario; de que creamos más o menos preocupante el nivel social de los señalados; existen a mi juicio tres situaciones a analizar seriamente para entender el alcance de un fenómeno, el de la corrupción, que según el último CIS supone el primer problema del país para el 65% de los españoles.
La primera es la existencia de demasiados agujeros negros en nuestro sistema y quizás uno de los más obvios son esos paraísos fiscales o casi, que juegan permanentemente al dumping y suponen un incentivo poderoso para aquellos obsesionados con la «optimización» fiscal. Podríamos añadir también aquí una legislación de concursos públicos claramente obsoleta y poco transparente, como ejemplos más destacados.
Un segundo escenario para entender mejor esa generalización de la deslealtad hacia lo público es que no están solos. Resulta difícil imaginar que los Pujol, Chaves o Rato en Bankia, por ejemplo, pudieran llegar a perpetrar los delitos de los que se les acusa sin una red de apoyo, complicidad o comprensión más o menos explícito, sin subalternos que miraran sumisamente hacia otro lado o vivos adláteres dispuestos siempre a cambio de alguna suculenta participación a explorar las grietas del sistema.
Y, finalmente, la excelsa lista de nombres que encabeza este artículo demuestra que el proceso de selección de nuestras élites políticas es un auténtico fiasco. A la vista de los nombres, parece claro que el ascensor que lleva a la cumbre tiene un motor más movido por el amiguismo y la disponibilidad a servir al líder de turno que por otros valores como la honestidad, la voluntad de servicio público o la excelencia profesional.
Que, con la que está cayendo, los socialistas impusieran en la presidencia del Parlamento andaluz a un hombre condenado por la Audiencia a una multa de 70.000 euros por su participación en el desastre de Caja Sur, es quizás la última muestra de un sistema y unos partidos que se mueven quizás por otros intereses que no son los del bien público.