Las lágrimas de Salvador
Salvador Illa dejó escapar un principio de lágrimas al acordarse de los días más duros en términos de personas fallecidas por el Covid
El PSC no estuvo (ninguno, nadie) en la manifestación del domingo 18 de septiembre en defensa del bilingüismo frente al Arco de Triunfo de Barcelona. Conozco muchas personas, y unos cuantos socialistas, a quienes ese apagón entristeció y entristece profundamente.
¿Hasta el punto de llorar? Sólo un día después, lunes 19, en la Casa del Libro de Rambla de Catalunya, Salvador Illa dejó escapar un principio de lágrimas al acordarse de los días más duros en términos de personas fallecidas por el Covid.
El público presente, entre el que figuraban el actual conseller de Salut, Josep Maria Argimon, Jaume Padrós, presidente eterno y eternamente convergente del Colegio de Médicos de Barcelona (y marido de una de las asesoras de Laura Borràs que todavía siguen cobrando a pesar de la suspensión de su asesorada), toda la plana mayor socialista en Cataluña y todos los que quieren estar a bien con ella, el entrañable Fernando Simón, Jordi Basté a los mandos de la entrevista (el Grupo Godó se había literalmente volcado con el acto, hasta el punto de hacer dudar de si alguien quedaría en su puesto garantizando que La Vanguardia saliera el día siguiente…), prorrumpió en aplausos para arropar al sensible exministro de Sanidad. Que estaba allí precisamente presentando su libro sobre el año de la pandemia.
Todos somos seres humanos. Yo me creo esas lágrimas de Salvador. Seguro que vivió momentos de tremenda impotencia ante los estragos del virus. Lo que me creo un poco menos es la necesidad de aplaudirle. ¿De verdad estamos para presumir de la gestión política que se hizo de la pandemia desde el ministerio de Sanidad o desde ninguna comunidad autónoma, tampoco la nuestra, donde sin ir más lejos sigue bloqueada (gracias al PSC) la creación de una comisión parlamentaria de investigación de los fallecidos en las residencias de mayores? ¿De verdad hace falta que el libresco Illa y la netflixeada Alba Vergés intercambien piropos como si fueran el matrimonio Curie?
Seguramente porque me vio entre los presentes (una carita seria y compungida entre tanta adulación y satisfacción…), Salvador Illa tuvo los buenos reflejos, la cintura política, de agradecer a Ciudadanos que le votara al gobierno todos los estados de alarma, aún con todas las dudas, que a la postre eran compartidas por el Tribunal Constitucional. Se quejará el ministro de que no arrimamos el hombro en la hora más oscura. Pero una cosa es eso, insisto, y otra muy distinta aplaudir con las orejas. No digamos ayudar a blanquear el triste, muy triste balance de esta pandemia y de su gestión.
“No todos los políticos son iguales”, proclamó, enfático, Fernando Simón. Cierto. No todos creemos que haya que reinventar la historia en las narices de la gente. Se puede matizar el triunfalismo. Se puede hasta pedir perdón cuando las cosas se han hecho mal. No digamos cuando se promete una cosa y pasa otra.
Como periodista y ahora también como política, reconozco que me genera mucha perplejidad, y a veces no poca frustración, que no decir la verdad se pueda considerar, no ya justificable, sino incluso un mérito. Uno de los elogios más impactantes que he recibido en mi vida me lo hizo precisamente (ver para creer) Alba Vergés.
Fue a propósito de una intervención mía en el Parlament defendiendo los derechos de las personas que viven del trabajo sexual voluntario, llamando a perseguir la trata, pero respetando y regulando la prostitución libremente elegida.
En esto estábamos mucho más alineados con ERC que con los socialistas abolicionistas, fíjense. Con coraje y esfuerzo sacamos la moción adelante, y Vergés, muy contenta, va y me dice: “Ves, en estos temas, tu costumbre de hablar muy claro viene muy bien…”. Me lo dijo con una sonrisa tan angelical, que cualquiera le contestaba lo primero que pensé: “¿Y en el resto de temas, hablar claro no viene bien?”.
En fin, que hay mucho político aficionado a las astucias, a las “jugadas maestras”, que es verdad que, durante un tiempo, pueden funcionar. En política a veces las facturas se pagan muy atrasadas. Se puede vivir a crédito mucho tiempo. Hasta que de repente un día, flop, no sabes por qué, te las cobran todas juntas. Pierdes la credibilidad. Y eso puede ocurrir con el peor tema, en el peor momento.
Por ejemplo: Illa, en su acto de autocelebración pandémica, habló de muchas cosas, contestó muchas preguntas, pero curiosamente encontró la manera de hablar de algo por lo que nadie le había preguntado, y de lo que, si puede, habla siempre y en todo lugar: Hipra.
La empresa de Amer, Girona, que está trabajando en la ya proclamada “vacuna española contra la Covid”, que aún antes de tener los permisos y todo lo que hay que tener, ha conseguido un apoyo sin fisuras, indesmayable, espectacular, tanto del gobierno de la nación como del gobierno autonómico. Todo es poco para aupar a Hipra, por encima por ejemplo de la vacuna del CSIC, que se quedó silenciosamente en la cuneta.
Todo el mundo habla maravillas de Hipra, y a mí que me entran escalofríos cada vez que lo oigo. Por aquello de que gato escaldado de tanto cuento chino de la pandemia, del agua fría huye.
Quiera Dios que nadie tenga que arrepentirse de lo de Hipra como de ciertos contratos megamillonarios para comprar mascarillas. El gasto sanitario es el nuevo agujero negro de las arcas públicas, en el sentido de que es el más inescrutable, el que deja más a la imaginación del contribuyente.
Y paciente: a la salida le pregunté a la ministra Carolina Darias cuándo van a meter de una vez el Trodelvy y otros fármacos oncológicos en la cartera de servicios de la Seguridad Social, y por las largas que me dio, deduje que no va a ser precisamente en la comisión interministerial del próximo 29 de septiembre. La vida sigue, pero con mascarilla en el transporte público (¿hasta que se vendan todas?) y con miedo.