Las ideas tóxicas de Putin
Es posible que Putin acabara creyendo sus propias mentiras, pero es más probable que la información no fluyera correctamente en ese régimen autoritario y personalista
Imaginó un paseo triunfal, proclamando un cesarista veni, vidi, vici en plena plaza Maidán. Sin embargo, Kiev resiste y la OTAN vuelve. El plan B, arrasar las ciudades ucranianas y matar a la población civil, tampoco le está acercando a la victoria. Tras más de un mes de bombardeos, ningún escenario queda descartado, desde un acuerdo hasta el apocalipsis. Lo único que queda claro es que la imagen de Vladímir Putin ya no se recuperará ni con un gigantesco suministro de gas o de desinformación. Por esta razón, no son pocos los que se preguntan si en algún momento el sátrapa ruso enloqueció, si la pandemia le provocó un confinamiento mental, si se creyó sus propias mentiras o si nadie se atrevió a decirle la verdad.
El diagnóstico podría ser una intoxicación severa por abuso de malas ideas. Nos había advertido Isaiah Berlin sobre el poder de las ideas, ya que pueden adquirir “un ímpetu desenfrenado y un poder irresistible sobre multitudes de hombres, unas multitudes que pueden volverse demasiado violentas como para verse influidas por la crítica racional” (Sobre la libertad y la igualdad, ed. Página Indómita). Ya el poeta alemán Heine temió los efectos de la fe romántica en sus compatriotas. El fanatismo nacionalista acabaría siendo un enemigo mortal de la libertad. Algo de eso hay también en Putin.
No hace tanto tiempo fueron muchos sus seguidores en Occidente. Atrajo a nostálgicos del sovietismo y también a nacionalistas conservadores. Radicales a izquierda y derecha niegan ahora sus pretéritas veleidades y acusan al otro extremo ideológico de complicidad con el Kremlin. Los nacionalpopulistas cuelgan a Putin la etiqueta de comunista. Y los comunistas le acusan ahora de ultraconservador, aunque ellos sigan manifestándose en contra de la OTAN. ¿Es comunista? ¿Es conservador? ¿Cuál es su ideología política?
El profesor de filosofía Michel Eltchaninoff buceó en sus discursos y en las obras y las lecturas de sus asesores e intelectuales de referencias para descifrar su mente. El resultado fue un sugestivo libro publicado en 2015, En la cabeza de Vladímir Putin (ed. Librooks). Una primera conclusión es que no es un intelectual: “Putin es un realista. Adapta su discurso según las circunstancias políticas y no se deja maniatar por ninguna ligadura ideológica”.
Llegó a disfrazarse de demócrata y liberal en sus primeros años en el poder, pero su apego a este, y su ansia por mantener un orden y control absolutos, convertirían en parodia la retórica pretendidamente humanitaria que usó para legitimar intervenciones imperialistas. Putin instaba a consolidar una “democracia real” en 2005, y en 2014 defendía el “derecho a decidir” de Crimea o Transnistria. Ambos conceptos nos acabarían resultando familiares. Las falacias también se globalizan.
La caída de la URSS fue, según Putin, una desgracia, porque dejó un “vacío ideológico”. Así, fue capaz de rehabilitar al mayor criminal, a Stalin, pero no por su marxismo, sino por su nacionalismo. En la segunda década de este siglo inició un “giro conservador”, aunque se trataba de un conservadurismo totalmente pervertido y profundamente antiliberal. Ha manipulado el legado de grandes pensadores como Nikolái Berdiáev cuyo sentido del conservadurismo, según Putin en un discurso ante la Asamblea Federal en 2013, “no consiste en impedir el movimiento hacia delante y hacia arriba, sino en impedir el movimiento hacia atrás y hacia abajo”. Sin embargo, Berdiáev, que escribió que “la verdad se reconoce en la libertad y mediante la libertad”, sería más bien un referente para la oposición democrática a Putin.
En esta macedonia ideológica encontramos sovietismo, imperialismo, conservadurismo, paneslavismo y eurasianismo, pero, como apunta Eltchaninoff, “todas las fuentes filosóficas del putinismo, por diversas que sean, se asientan en dos pilares: la idea del imperio y la apología de la guerra”. La religión ortodoxa y la lengua rusa solo serían para Putin simples armas identitarias con las que ejercer su poder, incluso más allá de las fronteras de Rusia. Es la vieja y altamente tóxica idea del Lebensraum.
En definitiva, en el pensamiento de Putin no hay espacio para la libertad individual -más allá de la suya, claro-. Y sin libertad, lo sabemos incluso antes de Berdiáev, no existe ecosistema favorable a la verdad. Es posible que Putin acabara creyendo sus propias mentiras, pero es más probable que la información no fluyera correctamente en ese régimen autoritario y personalista. El nacionalismo, como el comunismo y otras ideologías colectivistas, provoca espirales del silencio en las que los individuos que conocen la verdad prefieren callar o mentir antes que arriesgarse a la incomodidad o al castigo. Así fue en Chernóbil y en Wuhan.