Las heridas abiertas de Artur Mas
Final inesperado. O sólo estaba en la cabeza de Artur Mas, y de algunos de sus íntimos. Entre el pasado martes y el viernes algunos dirigentes de Convergència comenzaron a intuir que Mas se podría apartar. Este medio de comunicación lo advirtió en la tarde del jueves, antes de que Mas fuera entrevistado en TV3, ofreciendo los argumentos que ha dado, finalmente, el president.
Tras su intervención, que fue muy dura contra la CUP, se podia entender que Mas quería aguantar, pero también que era su mensaje final, una vez ya tenía decidido que debía encargar a otro miembro de Convergència –eso sí– la presidencia de la Generalitat. Sólo lo sabe él, y algunas personas, como Pilar Rahola, que dice ahora que habló con Mas después de la entrevista de TV3 para aconsejarle que lo dejara estar.
El caso es que Mas ya no es president. Carles Puigdemont es el nuevo presidente de la Generalitat. Y, a partir de aquí, se presentan muchas preguntas. La política catalana lleva muchos años de incertidumbre. No es cosa del proceso soberanista, únicamente. Los partidos catalanes, aunque cueste creerlo, siguen enfangados en el campo de juego que marcó Jordi Pujol. Las mismas contradicciones de entonces, que se remontan a los años sesenta, como narra con maestría Jordi Amat en su impecable biografía de Josep Maria Vilaseca Marcet. ¿Proyecto nacional, o justicia social? Seguimos ahí, sin admitir que en las dos cuestiones el avance ha sido abismal. Si Vilaseca Marcet viviera ahora lo podría corrobar, él, que fue uno de los artífices, entre otros grandes proyectos, por ejemplo, de las Viviendas del Congreso, en Barcelona. Y no digamos sobre el autogobierno.
La extenuante negociación entre Junts pel Sí y la CUP ha demostrado esa falta de realismo en la política catalana, que amenaza con proseguir en los próximos meses, porque el acuerdo alcanzado es del todo menos sólido.
El problema, si nos centramos en la batalla estrictamente política, es que Mas ha dado un paso «al lado» para buscar cómo reorientar Convergència. Ha logrado, para ello, ganar un precioso tiempo. En principio –ya sabemos que es aventurar un poco– la investidura de Puigdemont, como marca la ley, garantiza un año de mandato, en el que no se puede convocar de nuevo elecciones.
En función de las respuestas que le quiera dar a esas preguntas, tendrá más o menos dirigentes a su lado. Y en función de lo que crea que es posible tratará o no de volver a la primera línea. Porque puede suceder que Carles Puigdemont, a pesar de que ha afirmado que su puesto es temporal, quiera pilotar un proyecto propio.
En Convergència nunca ha funcionado otro esquema que el ordeno y mando de su máximo dirigente. Ocurrió con Jordi Pujol y ha sucedido con Artur Mas. Por eso nunca nadie alza la voz en las ejecutivas, ni los dirigenes con más personalidad. Es un partido, Convergència, que adoptó sin manías las máximas leninistas: el líder decide, y todo el partido trabaja para él.
Otra cosa sería buscar el modelo del PNV, que divide la responsabilidad institucional de la estrictamente de partido. Pero la cultura política en Cataluña es otra, y en eso no se diferencia de la española, porque el precedente lo marcó el PSOE: Josep Borrell ganó unas primarias a la presidencia del Gobierno, pero el secretario general del partido era Joaquín Almunia. ¿Quién ganó? Almunia, el aparato del partido, al entender que no podía existir una bicefalia.
Mas ha ganado tiempo. El problema que debe resolver es para qué lo quiere.