Las empresas tramposas y la banalidad de la indignación

Change.org y las demás redes sociales son el brazo armado de la democracia directa. La plataforma online de peticiones ciudadanas se moviliza a diario en todo el mundo para salvar vidas, denunciar atropellos y corregir injusticias, dando fuerza coercitiva al poder de ‘la gente’. Ejercido desde la pantalla de un smartphone

Las 25 primeras peticiones de la página española de Change.org (en el momento de escribir este comentario) ofrecen un panorama elocuente de lo que preocupa –y lo que no— a nuestros cyberciudadanos, el segmento de la sociedad mejor informado, más concienciado y más deseoso de ‘cambiar las cosas’.

Desde pedir más atención para distintas enfermedades a reclamar los derechos de los animales; desde retar a Mariano Rajoy a que debata con sus rivales a exigir la liberación de presos.

Causas dignas, todas ellas. Sin embargo, ninguna petición hace referencia a las malas prácticas aireadas recientemente en relación a tres empresas españolas de primera línea –Abengoa, Indra e Iberdrola— que por su nómina de damnificados, también merecerían la atención del pueblo concernido.

Los tres casos son distintos en gravedad e impacto, pero muestran rasgos comunes. Afectan a empresas cotizadas, sujetas al control de sus consejos y a la vigilancia de los órganos públicos de supervisión. Y perjudican a terceros (empleados, proveedores, acreedores, accionistas y clientes), abocados a afrontar las consecuencias de unos actos sobre los que no han tenido conocimiento ni control.

El preconcurso de Abengoa –acertadamente analizado por Juan García en ED— revive  perturbadores recuerdos del caso Enron: una estructura corporativa intrincada y repartida por decenas de países, contabilidad creativa, endeudamiento temerario y una gestión personalista de Felipe Benjumea, caracterizada por la huida hacia adelante como estrategia de supervivencia.

Por su lado, la decisión de desposeer de la presidencia de honor de Indra a Javier Monzón –hasta hace poco, y durante dos décadas primer ejecutivo de la compañía paraestatal— añade la sospecha de cuentas cocinadas, a la certeza de la mala gestión que hoy aboca a la empresa a pérdidas continuadas y un ERE que costará 2.000 puestos.

El caso de Iberdrola parecería menor en comparación. La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMV) la acusa de reducir su producción en Galicia a finales de 2013 para forzar una subida del precio de la electricidad, logrando a costa de los consumidores un beneficio de más de 20 millones de euros. La sanción impuesta es de 25 millones de euros.

Los tres episodios son sintomáticos de la cultura de la trampa que pervive en España. Es un hábito de larga y rancia tradición, del que ningún segmento empresarial es inmune. Se manifiesta en su versión común en el pequeño comercio, en los servicios y entre los autónomos; pero también, en modalidad corporativa, cuando la optimización fiscal y la ingeniería financiera traspasan los límites de lo prudente o lo permitido.

Es una cultura vieja, propia de un país que apenas lleva cuatro décadas asumiendo que, como los derechos, los impuestos son universales, indeclinables e ineludibles. Combinada con la ética degradada de la política, ha permitido que miles de empresas –sobre todo pequeñas— hayan participado en el latrocinio generalizado del dinero público que, casi con rango de nombre propio, conocemos como La Corrupción.

Y es un acervo que la Ley no ha hecho suficiente por cambiar. Los perpetradores del pillaje –Gürtel, Pretoria, Púnica, Palau, Pujol— van pasando por los tribunales y las cárceles, aunque sea en una proporción exigua respecto al número de casos. La sensación del 83% de la población, según Transparencia Internacional (TI) es que los políticos deshonestos son los corruptores.

La otra mitad de los saqueadores –empresarios, directivos, funcionarios de cajas con delirios de banquero— no ha generado una percepción similar, aunque un preocupante 43% de los españoles consideran que el mundo empresarial es corrupto, según TI. Quizá porque, salvo contados casos, los delincuentes empresariales consiguen eludir la cárcel y el poderoso mensaje que las rejas tramiten a la sociedad. 

¿Cuál es la responsabilidad de los corrompidos? ¿Perduraría durante décadas el peaje del 3% si los contratistas –por virtud o por miedo a la cárcel—simplemente dijeran ‘no’? ¿Sería posible un expolio como los ERE de Andalucía sin la connivencia entre sindicatos, gobernantes y empresarios? ¿Seguiría habilitado como letrado en un país como Estados Unidos el presidente barcelonés de un bufete de abogados líder condenado por evasión de impuestos?

España ha ido robusteciendo las normas de transparencia financiera, responsabilidad directiva y protección de accionistas e inversores. En enero entró en vigor una reforma sustancial de la Ley de Sociedades de Capital; poco después, la CNMV presentó un nuevo código de conducta para sociedades cotizadas y en los próximos días se hará efectiva la última parte de la Ley de Transparencia de finales de 2013.

Pero las reformas son insuficientes sin un cambio radical de la actitud de la sociedad hacia el engaño y la argucia. En EE.UU., Alemania o Dinamarca –referentes en otros órdenes de la política o la economía— hacer trampas conlleva, al margen de su posible repercusión legal, una fuerte sanción social. Copiar en un examen en España comporta como mucho repetir en septiembre. To cheat en una universidad americana supone la expulsión deshonrosa y de por vida de la institución.

Esa transformación requiere pedagogía y coerción. Las clases de ética empresarial que se imparten en facultades y escuelas de negocio deben ejercitarse después en el mundo real. Y quienes no lo hagan –personas individuales o jurídicas— deben pagar un precio lo suficientemente oneroso como para asumir que cumplir la ley, siempre y sin excepciones, es tan business critical como tener clientes o disponer de financiación.

Las empresas se presentan al mundo con palabras como innovación, calidad, servicio, compromiso… Y son sinceras: sin lo que representan esos conceptos no serían competitivas. Pero, de puertas para adentro, el vocabulario corporativo se amplía con otros términos como maximizar.  

La tiranía de los mercados demanda que las empresas aumenten –maximicen— año tras año su capacidad de «generar valor para el accionista», una frase eufemística que demasiadas veces enmascara una codicia corporativa destructiva. La presión por la mejora permanente de la rentabilidad, cuando supera los límites de lo razonable o de lo posible, se convierte en caldo de cultivo para la trampa.

La elecciones del 20D darán la medida de cuánto influye la indignación de ‘la gente’ ante el paro, la desigualdad y la corrupción en el nuevo mapa político español. Pero ese afán de ‘cambiar las cosas’ será banal si no se construye también una robusta cultura del cumplimento y de la asunción de responsabilidades en el ámbito corporativo, tan esencial para el progreso como la regeneración política que se reclama.

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