Las élites occidentales ‘desconectan’ de la inflación
Estamos viendo la culminación de un proceso histórico de desconexión paulatina entre las élites occidentales y la economía productiva
El martes, el Financial Times abría portada con la presunta preocupación del Banco Central Europeo y la OCDE ante el inesperado repunte de la inflación, la gran sorpresa económica de 2021. El artículo, excelente como es de habitual en este periódico, describe sin tapujos la gran eclosión de los precios, que ha cogido a traspiés al establishment económico mundial.
No olvidemos que aún en abril de este año, la propia Reserva Federal estadounidense declaraba su gran preocupación por el riesgo de deflación a medio plazo.
El artículo, sin embargo, contiene un párrafo tan representativo del zeitgeist del oficialismo económico occidental que merece la pena reproducirlo íntegramente:
“La OCDE declara que la tarea más urgente es comunicar al público que el aumento de la inflación tenía muchas características temporales y era más que nada un ajuste de los precios a los niveles esperados tras caídas temporales durante la pandemia”.
En otras palabras, la inflación ya no es vista por el establishment como una realidad económica robusta, de imprevisibles efectos redistributivos, que mina la confianza en las instituciones económicas y dificulta la planificación a medio y largo plazo. Se trata meramente de un problema de comunicación política, no muy diferente de una campaña electoral. No hay que tomar medidas, posiblemente impopulares a corto plazo y difíciles de vender; tan sólo gestionar percepciones y encauzar relatos. Los precios o no van a subir, o no suben, o suben poco, o (todo llegará) es bueno que suban.
Lo cierto es que este episodio inflacionista poco tiene de sorprendente. Los estados y bancos centrales respondieron a la crisis del COVID con políticas de apoyo a la demanda sin precedentes: déficits fiscales enormes, enjuagados por los bancos centrales mediante la compra masiva de bonos soberanos, tipos de interés negativos, e intervenciones de apoyo a los diversos mercados.
Estas medidas, sin duda adecuadas e incluso imprescindibles en su momento, tras la reapertura de las economías y la vuelta gradual a la normalidad han creado una brecha significativa entre la demanda de bienes y servicios y la capacidad de producción. Lo sorprendente en este contexto no es que haya inflación, sino los esfuerzos casi desesperados por negar lo evidente por parte de los prescriptores económicos.
Estamos viendo la culminación de un proceso histórico de desconexión paulatina entre las élites occidentales y la economía productiva. Una desconexión bastante comprensible, todo hay que decirlo. El último episodio inflacionista en occidente, las crisis de los años 70, en que la capacidad de producción de bienes y servicios supuso una barrera seria al aumento de la producción y el bienestar, sucedió hace ya cuarenta años, tiempo más que suficiente para que desapareciera de la memoria institucional.
En el período que va desde 1989 a la elección de Trump como presidente de los EEUU en 2016, los procesos deflacionarios han dominado el panorama económico de occidente. Tras la caída del muro de Berlín, la incorporación a la estructura de producción capitalista de los países ex comunistas, particularmente China, supuso una tremenda inyección de mano de obra cualificada y (al principio) poco exigente en cuanto a salarios.
En gran parte como consecuencia, la clase trabajadora occidental entró en un período de quiescencia, casi diríamos que sumisión, a la vez que la izquierda priorizaba reivindicaciones culturales e identitarias por encima de las materiales.
El gran crack financiero de 2008 constituyó la apoteosis de estos procesos. La consiguiente debilidad del gasto y, sobre todo de la inversión, obligó a las autoridades monetarias a llegar a extremos inflacionistas nunca vistos: tipos de interés negativos, compras masivas de bonos, y promesas de que estas políticas se mantendrían casi sine die. Una consecuencia clave, pero poco comentada, fue el desprestigio irreversible (y normalmente justificado) de las casandras que, equivocadamente, predijeron catástrofes hiperinflacionistas como consecuencia de estas medidas.
En vista de lo anterior, quizás no es sorprendente que las élites occidentales, nunca demasiado interesadas en el mundo prosaico y aburrido de la producción económica, no tengan hoy en día nada que se parezca a una teoría de la producción. Su cosmovisión económica está exclusivamente basada en la demanda: la economía consiste en poner dinero en manos de los consumidores para que puedan comprar cosas.
El proceso por el que esas cosas se producen y llegan a las baldas o a los almacenes de Amazon es trivial y aburrido; que se encarguen los chinos. Esta actitud es quizás más extrema en el caso de la nueva izquierda, controlada en España por clases medias funcionarizadas cuyas rentas están completamente desacopladas de la economía productiva.
El problema es que todas las tendencias deflacionistas parecen estar llegando a sus límites naturales, o incluso dándose la vuelta. Las fortísimas subidas de sueldos reales que se han visto tanto en China como en los países del Este europeo durante este siglo han cerrado en gran medida la brecha inicial con occidente. En cualquier caso, el creciente conflicto geopolítico entre un occidente a la defensiva y una China cada vez más asertiva indican que la deslocalización ha tocado techo. Nuestras clases medias y trabajadoras empiezan a reaccionar, aunque de momento ni la izquierda ni la derecha acierten a canalizar la respuesta de manera sistemática.
Más sutil ha sido el derrumbe de cualquier atisbo de resistencia política a las políticas inflacionistas: las preocupaciones por déficits fiscales excesivos de hace unos años parecen casi algo vintage, como las hombreras de los 90, y han sido sustituidas por dudas acuciantes por si no estamos gastando lo suficiente. La inflación parece ser la consecuencia inevitable de la colisión entre estos cambios de tendencia y unas élites totalmente desconectadas del mundo de la producción de bienes y servicios, intelectual e incluso emocionalmente.
Todas estas reflexiones a medio y largo plazo son poco útiles para los que tenemos que gestionar mercados en el día a día. Ayer, el presidente de la Reserva Federal, Jeremy Powell, en una plácida conferencia de prensa, transmitía una vez más su total seguridad de que la inflación es transitoria, y que pronto volvería a los niveles del Mundo de Ayer. Nadie tuvo la desfachatez de preguntar qué confianza pueden merecer unos modelos que fracasaron estrepitosamente a la hora de predecir no ya el futuro, sino la inflación de hoy hace tan sólo unos meses.