Las dudas existenciales de Occidente
La democracia liberal no ha muerto, pero está ante el abismo: la languidez económica y disgregación social caracterizan la segunda década de este siglo
El vigésimo aniversario del 11-S, cuya efeméride determinó la atribulada salida de Afganistán, ha fomentado la aparición de toda clase de opiniones acerca del declive de Occidente. No es este un debate inédito; ya en 1918 Oswald Spengler publicó su notable ‘La decadencia de Occidente’, una obra con vocación profética en dos volúmenes, que en aquellos días tuvo una influencia similar a la que tuvo entre nosotros ‘Choque de civilizaciones’, el libro publicado por Samuel Huntington cuatro años antes del 11-S.
Esto no es casual; las profecías de Spengler versan en torno al ocaso de la civilización occidental propiciada por la molicie, el hedonismo y el culto al dinero, que convierte a las masas en objetos pasivos, vulnerables al surgimiento de autoritarismos, que, en última instancia, llevarían a una época de conflictos gigantescos, un período de estados contendientes en los que las civilizaciones India, China, Islámica y Occidental lucharían por la hegemonía mundial. Este es precisamente el choque al que se refería Huntington, cuya tesis cobró carta de naturaleza cuando Mohamed Atta estrelló un Boeing 767 contra la Torre Norte del World Trade Center de Nueva York.
No cabe en este artículo un análisis de las motivaciones, acciones y eventos que vertebraron la reacción de un Occidente – prontamente partido en dos – que emprendió una hercúlea lucha contra un terror que resultó ser como una Hidra. Sí que debemos, sin embargo, constatar los costes, tanto humanos como materiales y políticos, que han tenido estas dos décadas de guerra contra el terror, porque de estas frías cifras se pueden inferir buena parte de las razones por las que Occidente ha entrado en un mar de dudas existenciales que amenazan la posición dominante que ostenta – o detenta, según se mire – desde el inicio de la Edad Contemporánea.
Los costes humanos han sido enormes. El día 11-S murieron 2.996 civiles a manos Al-Queda. Los datos más creíbles acerca del número combinado de víctimas civiles en Afganistán e Irak apuntan al medio millón de fallecidos, es decir, un 5.000% más de las que perecieron en las Torres Gemelas. A estas fatalidades, hay que añadir las víctimas causadas por los atentados perpetrados por las diversas permutaciones de Al-Quada en todo el mundo, incluidas las 193 personas asesinadas en los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid.
En términos materiales, el coste para las arcas estadounidenses de la guerra contra el terror se cifra en dos billones de dólares, financiados mediante una deuda cuyos intereses acumulados hasta 2050 se estiman en 7 billones de dólares, un gasto que, si bien ha redundado en una rentabilidad en bolsa del 872,94% para las cinco principales empresas suministradoras de armamento al Pentágono (Boeing, Raytheon, Lockheed Martin, General Dynamics y Northrop Grumman), lastra la economía norteamericana al haber contribuido a alcanzar en 2020 un déficit 104% del PIB, que llegará al 108% en diez años, lastrando el conjunto de la economía occidental, de la que tira una locomotora estadounidense, cuyo mercado de valores comenzó el siglo renqueante, sufriendo pérdidas de 1,4 billones de dólares tras los ataques del 11-S; descarrilando en la crisis de 2008 hasta perder 7 billones de dólares; y entrando en vía muerta a causa de la pandemia de 2020, incurriendo en pérdidas del mismo orden de magnitud que en 2008.
Con todo, lo más relevante es que la última crisis hasta la fecha ha desvanecido el mito de la excepcionalidad norteamericana, al sacar a relucir serias carencias en materia de seguridad alimentaria, sanitaria y energética fruto de decisiones políticas continuadas en el tiempo, que primaron el precio sobre el valor, aplicando un modelo de desarrollo orientado al consumo, que ahora ha puesto de manifiesto una extremada vulnerabilidad estratégica, derivada de la dependencia industrial que Occidente tiene de Asia.
¿Se le ha pasado el arroz a Occidente?
Con estos mimbres, no es de extrañar que la intelectualidad china esté cada vez más convencida de que a Occidente se le ha pasado el arroz, y ha entrado en una fase de declive que será irreversible a largo plazo, no tanto por razones materiales, sino por la desintegración social de la que fuimos testigos durante el asalto al Capitolio en 2021.
Tal y como ha advertido Edward Luce, autor de ‘El repliegue del liberalismo occidental’, la democracia liberal aún no ha muerto, pero está más próxima al abismo de lo que queremos creer. La combinación de languidez económica, y disgregación social que está caracterizando la segunda década de este siglo, está dando lugar entre la generación nacida al albur del 11-S de un fenómeno inédito, que podríamos expresar como nostalgia por un futuro, en el que han dejado de creer.
Una juventud en permanente crisis
Ciertamente, no les faltan a estos jóvenes razones para la desazón. Uno de los efectos colaterales de las tres crisis seguidas padecidas desde principios de siglo es la aceleración de la financiarización de alimentos, energía, vivienda, e incluso recursos naturales como el agua potable, emprendida para la realización de un lucro resultante de ejercer actividades especulativas con activos conocidos como ‘commodities’ en los mercados de derivados financieros, en lugar de por la actividad productiva en sí, induciendo de este modo una gran volatilidad en los precios que distorsiona el funcionamiento de los mecanismos de oferta y demanda, menosprecia el valor del trabajo, y encarece el coste de la vida hasta niveles inasequibles.
A esto hay que añadir los experimentos con la Teoría Monetaria Moderna que pusieron en marcha los bancos centrales en 2008, mediante programas de lo que se ha dado en conocer como ‘quantitative easing’, y que no es otra cosa que emitir dinero fiduciario, lo que inexorablemente conduce a una espiral de deuda e inflación insostenible, porque pone tal grado de presión sobre las clases medias, que propicia la estratificación, y pone en riesgo la armonía social necesaria para prosperar.
Así, durante las últimas tres décadas los ingresos de la clase media occidental crecieron un 1%, mientras que los de las chinas se duplicaron, al tiempo que las clases medias asiáticas crecieron un 80%.
“Se ha desvanecido el mito de la excepcionalidad norteamericana, al sacar a relucir serias carencias en materia de seguridad alimentaria, sanitaria y energética fruto de decisiones políticas continuadas”.
A todo esto, hay que añadir la eclosión en la arena política de Occidente de lo que Francis Fukuyama, autor de ‘Identidad: La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento’, señaló como dos fenómenos convergentes y antitéticos, la isotimia, o exigencia de ser respetado en igualdad de condiciones, y la megalotimia, o reivindicación del reconocimiento como diferente, una paradoja irresoluble, y que tiene como consecuencia la fragmentación social en una miríada de micro-causas identitarias y autológicas.
Estas pseudoideologías, que parecieran seguir el guion del Informe Kissinger de 1974 sobre el control de natalidad vía indoctrinación universitaria, viven tan de espaldas a la realidad que rechazan ser conscientes de las consecuencias que la caída demográfica tiene en la capacidad de éxito de un proyecto nacional, como se ve en la correlación entre la despoblación de España y la disolución de su Imperio.
Distraídos en la ‘falsa conciencia’ de la interseccionalidad y la intersubjetividad, las élites universitarias occidentales ignoran la pérdida de capital humano que sufrimos, mientras el resto del mundo aumenta su población y su cohesión social. Por todo esto, quizás la pregunta clave sea: ¿está la sociedad occidental mejor preparada que hace 20 años para otro 11-S?
Este artículo está incluído en el último número de la revista mEDium ‘La noche oscura de Occidente’. La edición completa en papel puede adquirirse en nuestra tienda online: https://libros.economiadigital.es/libros/libros-publicados/medium-9/