Las disquisiciones de Alberto Garzón
Garzón pertenece a ese ecologismo a la violeta que obvia que la cuestión no es ya solo la alarmante desigualdad en el acceso a los recursos, sino el desequilibrio entre ellos y el consumo potencial
Alberto Garzón intenta de nuevo arreglarnos la vida. Esta vez a base de una perogrullada. En declaraciones a The Guardian ha venido en decir que donde haya un solomillo de “charolais”, criado de forma extensiva, que se quite la hamburguesa de vaca anónima estabulada. Ocurre que ha obviado lo principal: no cualquiera pueda pagarse el solomillo y no hay, ni habrá, suficiente ‘charolais’ para alimentar a los 10.000 millones de bocas que puede haber en unos años. Idéntica reflexión podría hacerse sobre la lubina salvaje y otra de piscifactoría.
Por cierto, no sé si el ministro ha tenido noticia de que el pescado de granja, quintaesencia del proceso intensivo e industrial del que despotrica, se nos vende ahora como “sostenible”. Las consecuencias de su, digamos, reflexión nos llevaría, en último extremo, a resignarnos a que unos pocos coman buena carne y los más, Dios dirá.
Se me ocurre un ejemplo histórico. Hace ya unos cuantos años, en una visita a México capital, tuve ocasión de ver en el Templo Mayor unos paneles explicativos sobre cuál era la dieta de los habitantes de Tenochtitlán. En la América anterior a la llegada de los europeos, la domesticación animal era muy reducida, a causa principalmente de las características de la fauna autóctona. En el caso de la cultura mexica, tan solo se habían domesticado el perro y el pavo (guajolote), de forma que la proteína animal de que se disponía era escasa y, como era de esperar, estaba reservada a la clase alta. Los demás se alimentaban a base de una dieta, muy equilibrada, debe decirse, de maíz, chile y frijoles; con algo de pescado de la laguna que rodeaba la ciudad, como único aporte no vegetal.
Supongo que a Alberto Garzón, o a Ada Colau, que cojea del mismo pie, dicha dieta les debe parecer el colmo de lo sostenible y sano. No sabían los mexicas humildes lo afortunados que eran de nutrirse de forma tan ecológica “avant la lettre”. Ocurre, sin embargo, que ese casi veganismo no era opcional; conllevaba una escandalosa discriminación social. Aplíquese el cuento.
No hace muchos meses el ministro de consumo se despachó con una disquisición previa sobre un tema relacionado. Aconsejó para la salud del Planeta consumir menos carne. ¿No se le ha ocurrido pensar que lo que requiere la salud del Globo es reducir, o en su defecto estabilizar, la población susceptible de consumir carne, verduras o, simplemente, agua y energía? Fiar la solución del problema del impacto ambiental del agro, a un utópico voluntarismo, que lleve a una caída global del consumo, es pura entelequia.
Garzón pertenece a ese ecologismo a la violeta que obvia que la cuestión no es ya solo la alarmante desigualdad en el acceso a los recursos, sino el desequilibrio entre ellos y el consumo potencial. Por supuesto no hace, ni puede hacer, ninguna propuesta concreta que vaya en el sentido de conseguir que la explosión demográfica sea compatible con una alimentación “gourmet”. Es más, niega la realidad. La ganadería extensiva, como otros sistemas de producción agropecuaria de base industrial, ha permitido alimentar mínimamente, ya que hay un alto porcentaje de la Humanidad en condiciones de desnutrición o incluso hambre, en una situación de acelerado incremento poblacional. Pero incluso ese recurso puede tener su límite.
En cualquier caso, su apelación a la exquisitez, ya difícil de defender en Europa, es una broma cruel en referencia a amplias zonas de otros continentes, donde el problema no es tanto la calidad de lo que llevarse a la boca, sino disponer de ello. Por supuesto que con eso no estoy defendiendo un “todo vale” en la producción industrial de alimentos. Son exigibles, por ejemplo, normas medioambientales que eviten la contaminación por purines, como está sucediendo, de forma masiva, en ciertas zonas de Cataluña. Pero globalmente las exigencias de calidad es obvio que no pueden ir mucho más allá de asegurar un estricto control sanitario y un valor nutritivo acorde con la inversión hecha en la cría del animal.
Hace ya tiempo que no puedo quitarme de encima la impresión de que ciertos salvadores del Planeta hacen tabla rasa del problema de quién va a pagar la fiesta de la transición ecológica. Recordemos la reciente conferencia de Glasgow. Las soluciones que, por ejemplo, se dieron a la transformación energética pueden conllevar un coste social elevadísimo y si no se reparten equitativamente los costos, las opciones políticas negacionistas encontrarían un potencial vivero de votos en los estratos de la población que resultaran más perjudicados.
La generalización del automóvil eléctrico generará necesariamente un gran demanda de ese tipo de energía, que, teóricamente, tendrá que ser producto de sistemas no contaminantes, con exclusión de las centrales nucleares. Resulta complicado creer que el desarrollo de las fuentes de producción alternativas, se podrá llevar a cabo a un ritmo suficiente para cubrir el déficit generado por el cambio acelerado de paradigma que se pretende. Si aumenta la demanda y no la oferta, ya sabemos que sucede. Una cuadratura del círculo, en presencia de un convidado de piedra, que nadie quiere mentar: el citado incremento demográfico.