Las ciudades se van: quieren la independencia
El resultado del referéndum en el Reino Unido ha provocado un movimiento en la ciudad de Londres que resulta ilustrativo, y que no será el único. Miles de personas han firmado una petición, dirigida al alcalde de Londres, Sadiq Khan, utilizando el portal Change.org, en la que le piden que declare la ciudad como un estado independiente, con la voluntad de que forme parte, directamente, de la Unión Europea. Es una reacción ante el Brexit, y es que el 60% de los londinenses votó a favor de permanecer en la UE, cuando en el conjunto del país sólo lo hizo el 48%, por el 52% partidario del Brexit.
Esa circunstancia evidencia que Londres quiere ser mucho más que la capital del Reino Unido, que aspira a jugar en una liga con el resto de ciudades globales. Y, de hecho, ya lo es. Por eso sus ciudadanos no conciben que deban acceder a las peticiones de sus compatriotas, que viven en otros contextos, con otras necesidades, con otros miedos y aspiraciones.
El mundo es de las ciudades. Atraen el talento mundial, y generan la mayor actividad económica. Pero también fluye la inspiración y la creatividad cultural. Las urbes globales compiten entre ellas, pero también colaboran. Sus ciudadanos han comenzado a pensar que, al margen de sus nacionalidades, comparten intereses, que un trabajador en el sector servicios en Londres entiende muy bien lo que ocurre en Madrid, en Barcelona, en París o en México DF. Y lo mismo un profesional del sector sanitario, o un ilustrador.
En Barcelona se ha vivido ese sentimiento en los últimos años. Con el proceso soberanista en marcha, aunque hay miles y miles de ciudadanos barceloneses partidarios de la independencia de Cataluña, lo que prima es una voluntad de competir con otras ciudades y mantener la senda del progreso. La distancia entre Barcelona y el resto del territorio catalán se ha ampliado en el último lustro. Algunos sociológos admiten que en determinadas comarcas del interior de Cataluña sus ciudadanos juegan a una especie de desconexión en la práctica. Es decir, para ellos, » es como si ya fuera», como si Cataluña ya fuera independiente.
El sentimiento de pertenencia es muy fuerte y se mantendrá. En gran medida porque el sujeto crece en función de su colectividad. Y negarlo es uno de los errores de los neoliberales. Pero existen otras relaciones. Y las urbes globales han comenzado a entenderse entre ellas.
Esa dicotomía la ha planteado el teórico político Benjamin Barber. Su popular conferencia en el TED, ese foro que exhibe la oratoria de sus participantes, es muy elocuente. Barber reclama que los alcaldes gobiernen el mundo, porque sólo ellos son mucho más pragmáticos, y apuestan por la coordinación de sus acciones.
Su reflexión es muy acertada, si la analizamos ahora al calor del resultado del referéndum en el Reino Unido. Asegura Barber que vivimos en un mundo de fronteras, de límites, todavía. Un mundo en el que los estados siguen sin actuar de forma conjunta. Sin embargo, el mundo no es así. «Vivimos en un mundo de enfermedades sin fronteras, de la economía y la tecnología sin fronteras, del terrorismo y la guerra sin fronteras, ese es el mundo real. Y si no encontramos una manera de globalizar la democracia o democratizar la globalización, el riesgo del fracaso para hacer frente a todos estos problemas transnacionales aumentará cada vez más y perderemos la propia democracia encerrándonos en la antigua nación, incapaz de hacer frente a los problemas globales democráticamente».
Es exactamente eso. La Unión Europea es, precisamente, un intento para colaborar, para buscar soluciones de forma conjunta. Y se encuentra a medio camino.
En esa indefinición, las ciudades se van, se quieren independizar. Londres ha abierto el camino. Como lo abrió el Madrid de los gobiernos de Aznar, cuando Pasqual Maragall lo intuyó antes que nadie con un artículo que nadie quiso leer con anteción: «Madrid se va».