Las amargas lágrimas de los independentistas
Los amantes del alpinismo saben que en determinadas circunstancias seguir subiendo es tan complicado y peligroso como el inicio del descenso. En esas rocas, sujetos con cuerdas y arneses, el hombre se enfrenta a la montaña, y desafia a la naturaleza. Surge el respeto, más que el miedo. Es un instante trascendente, que experimentados deportistas explican con pasión.
En esa situación está ahora el independentismo catalán. Los soberanistas son conscientes de que han logrado el mayor éxito de su historia. Pero también saben que su sueño deberá esperar. Y admiten, además, que ese ascenso de los últimos años no tiene por qué ser irreversible. Puede suceder que retroceda, que gane la partida la apuesta por una reforma constitucional que transforme España en un verdadero estado federal. Esa es la fórmula, como este jueves recordó Carme Chacón, la candidata del PSC en las elecciones generales, «más extendida del mundo», y la que mejor ha sabido integrar –aunque siempre es mejorable– las minorías nacionales en países compuestos.
El hecho es que el independentismo admite, abiertamente, que está «bloqueado». Son las palabras de diferentes dirigentes en los útimos días. No saben si seguir subiendo, o comenzar a bajar. El propio presidente de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), Jordi Sànchez, las ha pronunciado ante una nutrida representación empresarial, que se sorprendió de esa sinceridad.
El soberanismo está «bloqueado», y admite «un error» la aprobación de la resolución de ruptura con España del Parlament, sólo con el objetivo inicial de que la CUP comprobara que el proceso soberanista está en marcha, y que Artur Mas no iba a renunciar a ello, aunque con la idea de que fuera suficiente para ser investido presidente de la Generalitat.
Emulando aquel título de la gran película de Fassbinder, –una relación de poder que acaba mal– los independentistas vierten ahora sus amargas lágrimas. Porque una retirada no es ninguna garantía del éxito para mañana. Pero seguir adelante tampoco promete nada bueno. La resolución de ruptura no ha sido entendida por nadie. Ni en los gobiernos del resto de Europa, ni por los propios empresarios más cercanos a Artur Mas. Se ha traspasado la línea, sin contar con que el movimiento no tenía la fuerza suficiente.
Lo admite Jordi Sànchez, y también otros referentes del soberanismo, como el periodista Francesc Marc Álvaro, que sabe que en una situación de empate práctico lo mejor es no forzar las cosas.
Pero, ¿cómo se trasladan todas esas impresiones y confesiones en hechos tangibles? Sólo Artur Mas tiene la última decisión. Aunque es cierto que el movimiento generado en Cataluña a favor de la independencia en los últimos años no se puede reducir a la figura del presidente en funciones, también es verdad que él ha podido ralentizarlo. Podía haber parado el balón en el centro del campo y pitar el final del partido, o, por lo menos, de la primera parte. Pero no lo ha hecho.
Iniciar un gobierno con el apoyo de la CUP es muy ilustrativo. Hay dirigentes de Convergència que, de hecho, querrían ya que la CUP aceptara a Mas de president para que se iniciara una etapa que llevara al conjunto de los catalanes a constatar que se ha llegado demasiado lejos. En ese momento el independentismo sería castigado sin contemplaciones en las urnas, por haberse precipitado. Pero ese es un lujo que Cataluña no debería permitirse. Basta ya de elucubraciones sobre ese nefasto «cuanto peor mejor».
Lo mejor sería poner el contador a cero, en una nuevas elecciones y gobernar, y buscar acuerdos.