La vuelta de los extremos
La Unión Europea atraviesa uno de sus peores momentos. Según las encuestas de opinión, la desconfianza y el aborrecimiento han calado entre los ciudadanos europeos. Las encuestas también auguran un crecimiento de los partidos euroescépticos en las elecciones del próximo 25 de mayo. Especialmente en Francia, Holanda y Gran Bretaña, cuya extrema derecha se ha erigido en portavoz de la inquietud que inspira la UE.
El populismo de derechas saca partido del resentimiento social en contra de unas políticas restrictivas que benefician a los poderosos y perjudican notablemente al ciudadano normal y corriente. Las políticas de austeridad, seguramente necesarias en algunos aspectos, han provocado una fractura social interna en muchos estados de la Unión, haciendo bueno el diagnóstico que prevé que en tiempos de crisis, la distancia que separa a los estados ricos de los pobres se reduce. Pero, en cambio, en cada estado crece la distancia entre ricos y pobres. Los populistas, aunque no aporten ninguna solución, se aprovechan de ello.
Lo que preocupa al ciudadano es si va a poder seguir disfrutando del Estado del Bienestar al que estaba acostumbrado desde que se puso en marcha la Comunidad Económica Europea en 1957. El contrato social que ha comportado la pacificación del continente después de las dos sangrientas guerras mundiales se resquebraja porque los dirigentes europeos actuales piden sacrificios al ciudadano medio, empobrecido por la crisis y por su mala gestión.
Y éste les responde que no está dispuesto a pagar los platos rotos de unas políticas que responden al mal diseño de la unión monetaria y a las alegrías presupuestarias de Bruselas para fomentar infraestructuras ineficientes, caras e inútiles. A la vista están esos aeropuertos sin aviones y esos trenes sin sentido que se han pagado, en parte, con dinero europeo.
Pero el populismo de derechas no es la única expresión del euroescepticismo que nos invade. Existe también una izquierda, cada día más extrema, que se beneficia de la desorientación de la socialdemocracia europea. La metáfora alemana, o lo que es lo mismo, la gran coalición entre conservadores y socialdemócratas, sirve para alimentar un euroescepticismo de izquierdas basado en ese “tanto monta, monta tanto” que repiten sin parar.
Es evidente que tratan de sacar partido a las quejas ciudadanas, aunque no sepan qué hacer con las quejas que les incomodan. Por ejemplo, aquellas que una mayoría de electores dirigen contra la inmigración, la competencia asiática o las políticas económicas que consideran dañinas porque comportan una pérdida de control de sus vidas a manos de los eurócratas.
Hace unos días, Antón Costas escribía que si un médico recomienda una medicina porque cree que cura, pero su efecto es que el paciente empeora, entonces la medicina es mala para el enfermo. En efecto, eso es lo que nos ha pasado.
La medicina que se nos ha recetado estos últimos años no sólo no nos ha curado sino que hemos empeorado en muchos aspectos y casi nos mata. La solución también la apuntaba Costas. Ante un panorama tan desolador, no hay vuelta de hoja. Hay que cambiar de medicina o de médico. O las dos cosas a la vez. ¿Y quién sale beneficiado con ese cambio? Pues los extremos, sean de derechas o de izquierdas. O se llamen Marine Le Pen, del Frente Nacional francés, o Alexis Tsipras, del Syriza griego.
A la izquierda europea, a la izquierda que antaño fue sensata y contribuyó al bienestar de las personas, le falta hoy ese sentido común que pidió el otro día en Barcelona James K. Galbraith. Le sobra, por el contrario, esa dialéctica guerrera que sólo exhibe en los mítines como el que compartieron Javi López, Elena Valenciano, Manuel Valls y Martin Schulz en el Vall d’Hebrón, lo que al fin y al cabo, mal que les pese, redunda en la vuelta de los extremos que quieren desbancarlos.