¿La última oportunidad de Occidente?
30 años después de la caída del Muro de Berlín, las democracias occidentales son más débiles y sufren más amenazas que las que tuvieron en cualquier momento de la Guerra Fría
Han pasado más de 30 años de que un presciente Francis Fukuyama reformulase los planteamientos de San Agustín en La Ciudad de Dios para proclamar el fin del materialismo histórico, como consecuencia del colapso de la tesis soviética, y la consecuente predominancia universal de su antítesis capitalista.
Convencidas de que el final de la historia era incontrovertible, las eufóricas élites occidentales desistieron de cualquier intento de síntesis, y pusieron en marcha una serie de intervenciones globales para rehacer el mundo a su imagen y semejanza, perdiendo por el camino el sentido de la realidad.
Este exceso de confianza, y la renuncia a dar la batalla de las ideas en favor del becerro de oro de las cuentas de resultados -una mentalidad lapidariamente plasmada por Milton Friedman al afirmar que, siendo el capital era un fin en sí mismo, la única responsabilidad corporativa es ante el accionista- llevó al desmantelamiento industrial de Occidente para producir más y más barato en Asia.
Paradójicamente, el resultado de esta huida hacia adelante es que 30 años después de la caída del Muro de Berlín, las democracias occidentales son más débiles, y sufren más amenazas que las que tuvieron en cualquier momento de la Guerra Fría. Así, lejos de haber abrazado la democracia liberal, China ha adoptado un paleocapitalismo integralmente nacionalista y radicalmente antiliberal, con tanto éxito material, que el propio liberalismo occidental ha sopesado la retracción antiliberal y proteccionista para salvar los muebles. Es decir; convertirse en su adversario para ganarle la mano.
Más preocupante aún es constatar que, lejos de limitarse al ámbito económico, la tentación antiliberal en Occidente alcanza el terreno de las ideas. Así, en una mezcla de expiación de las culpas del colonialismo y de las limpiezas étnicas fruto del idealismo wilsoniano; y del desarrollo de una industria académica de la posmodernidad, los claustros occidentales han entrado en una espiral de subjetivismo epistemológico revestido de la retórica de la denominada ‘diversidad intelectual’, basada en la incorporación obligatoria de ‘perspectivas’ a las investigaciones académicas y a la pedagogía, y en un reaccionarismo roussoniano que se pretende progresista, pero que busca la solución a los problemas modernos en desandar el progreso alcanzado con la Ilustración, y en remedar aquella escolástica que aplicaba ‘perspectivas’ teológicas a los estudios universitarios, exactamente igual que hoy lo hacen los ayatolás.
Que en occidente la perspectiva aplicada sea de ‘raza’ o de ‘género’, y que el ‘buen salvaje’ del paraíso perdido esté tan desnudo como el proverbial rey, es totalmente irrelevante.
En contraposición con esta melancólica búsqueda de paraisos pérdidos y redentoria afirmación tribal, las élites chinas han estado ocupadas releyendo al Carl Schmitt del periodo de entreguerras, y al Han Feizi del Siglo III a. C. en el reino Han, para articular una teoría de Estado fuerte y centralizado en el que prime la homogeneidad del pueblo, partiendo de la premisa de que el futuro está por escribir, y la constatación de que cualquier tiempo pasado fue peor.
Aunque una de las leyendas urbanas más sobadas sostiene erróneamente que el primer ministro chino Zhou Enlai habría respondido a Henry Kissinger que era demasiado pronto para sacar conclusiones sobre la Revolución Francesa, cuando en realidad ambos estaban hablando de Mayo del 68, no deja de ser cierto que los mandatarios chinos no dependen de los ciclos electorales para tomar decisiones, en contraposición con la rueda de hamster del cortoplacismo en la que corretean los lideres occidentales.
Con todo, no resulta evidente que las democracias liberales sigan siendo capaces de razonar estratégicamente, y ni siquiera está claro que sean plenamente conscientes de que una parte sustancial de las políticas son puramente performativas, es decir, absolutamente inoperantes, por no ser más que gestualidades genitivas con las que se arañan votos. Por eso, a pesar de la contundencia de Fukuyama, no parece que lo que se haya agotado sea el agonista dialéctico entre estados, sino la voluntad de la intelectualidad occidental de reformular una visión del mundo con la que evitar que nuestro vagón en el tren de la historia acabe en vía muerta.